Trilogía de la Residencia de Estudiantes: El fuego de la conciencia

Llegué a la Colina de los Chopos oyendo chiares de vencejos. Sonidos atando recuerdos en árboles, arbustos y flores. Vuelos escribiendo nombres en un imaginario cerro del viento: Louis Aragon, Luis Buñuel, Howard Carter, Américo Castro, Marie Curie, Salvador Dalí, Albert Einstein, Manuel de Falla, Federico García Lorca, Walter A. G. Gropius, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, John J. Keynes, Le Corbusier, Filippo T. Marinetti, Ramón Menéndez Pidal, Severo Ochoa, José Ortega y Gasset, Santiago Ramón y Cajal, Pedro Salinas, Igor Stravinsky, Miguel de Unamuno, Paul Valéry, Herbert G. Wells… Y él. Murió en 2022. Y guardo como oro en paño su inédita última obra. Está firmada con las iniciales R. R. Letra de máquina de escribir eléctrica. Olympia Carrera de Luxe. Correcciones a pluma azul. Antes de su defunción, y como reconocimiento a nuestra amistad, me citó en aquella madrileña Residencia de Estudiantes. Y allí me dio su original: que lo quemara. Juzgaba que tantas líneas no llegaban a la altura de las que brillan en las dieciséis novelas que lo encumbran. Y no deseando verse en vida como un Abraham ante su Isaac literario, quería que me deshiciera de esa invención tras su falta. Y ahí tengo su voluminoso escrito, encima de una chimenea, en esta casa de la sierra de Madrid.

Hoy, por fin, después de muchos meses, he empezado a leer esas hojas… y ya el título me parece prodigioso. Fuerte, poético y siniestro a la vez. ¿Músico, peregrino y significativo, diría don Quijote? Pues también. Uno lo tiene ante sí y no puede evitar un querer saber qué hay detrás de esas cinco palabras. Luego, cuando nos sumergimos en la ficción desde el párrafo inicial, todo se siente atractivo. La destreza palpita para mostrar, sin artificio, su reconocible estilo de narrador que reflexiona, que incluso fantasea y vacila. La sólida estructura sustenta una longitud de hojas sazonada con una pericia de digresiones. El ritmo, así, es retenido a sabiendas. Audaz su mirada al detalle. Genial, sí. ¡Y qué decir de la entrada del personaje protagonista, que nos guía por inesperados caminos de creación! La estrategia de un comienzo in media res subyuga… y ya no podemos parar, llevados por un novedoso hilo argumental que transcurre por una cartografía de la derrota: amor, aventura, horror, tragedia.

He acabado la lectura de madrugada. Incansable… y maravillado ante un final contundente, polisémico… con una vuelta de tuerca que sorprende y que me deja más que boquiabierto. Prodigioso. «Thou Wonder, and thou Beauty, and thou Terror», como en Epipsychidion (Percy Bysshe Shelley, 1821).

Dudo. ¿Y ahora qué? ¿Publicar esa obra con tanto arte, a pesar de las indicaciones de mi amigo? ¿Emular al emperador Augusto salvando la Eneida, ante el deseo de Virgilio? ¿Seguir a un Max Brod olvidando la petición de Franz Kafka? ¿Tomar los pasos de los hijos de Gabriel García Márquez frente a la última narrativa del colombiano? No pocas veces he planteado esa pregunta a mis alumnos. ¿Dar a conocer todo lo que un escritor ha dejado tras de sí, por mucho que en vida bien señalara lo contrario? ¿Igualmente un privado carteo sentimental, como el vivido entre Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós? «Soy exigente, y donde entro aspiro a llenarlo todo […]» (20 de abril de 1889), declara la gallega a cuerpo abierto. ¿O desvelar líneas íntimas de Antonio Machado y Pilar de Valderrama, aunque el poeta sevillano nunca descubriese nada de esa relación? ¿También llegar a imprimir la voz de Pedro Salinas a Katherine Whitmore? «El Pedro que está en estas cartas, vida, no lo tendrá nadie más que tú, no lo conoce nadie más, no lo quiere nadie más» (23 de enero de 1933). Ian Gibson responde bien clarito en su biografía lorquiana fechada en 2011: «En el caso de un gran escritor -creo que fue T. S. Eliot quien lo dijo- cualquier papel, aunque sea la lista de la tintorería, puede tener enorme interés». Mario Levrero, en cambio, en su novela Dejen todo en mis manos ofrece otro parecer: «Debería apresurarme a ordenar mis papeles y quemar las varias bolsas de correspondencia acumulada, para que a mi muerte los críticos y ratones de biblioteca no explotaran mis intimidades» (Mario Levrero, 1994). 

Ahora, en esta muy mañanera sierra invernal, hace frío. Mi gato Trenzas me mira. Tiene frío. Quiere más calor, pese a la generosidad de la chimenea que disfrutamos. Y continúo dudando: ¿realmente echar el original al fuego, como se hizo con las Memorias de Byron en las oficinas del editor John Murray en mayo de 1824, según se nos hace imaginar en Historia de los libros perdidos (Giorgio van Straten, 2016)? Me acuerdo en estos instantes de las instrucciones dadas a un arquitecto en los Cuadernos de don Rigoberto (Mario Vargas Llosa, 1997). «Es imprescindible el detalle de la chimenea, que debe poder convertirse en horno crematorio de libros y grabados sobrantes, a mi discreción». Recuerdo en estos momentos a Pepe Carvalho y sus lumbres bibliófilas en Quinteto de Buenos Aires (Manuel Vázquez Montalbán, 1997). «Leí libros durante 40 años de mi vida y ahora los voy quemando porque apenas me enseñaron a vivir».

Y sigo con la duda. ¿Y una solución intermedia? ¿Enviar la obra bajo la etiqueta de un seudónimo a su editorial Alfaguara, y que el destino decida?

[…]

Mientras bebo una Coca-Cola, como homenaje, con la conciencia bien tranquila, veo cómo se levantan con fuerza unos amarillos, unos azules, unos naranjas. Las llamas hacen brillar los ojos de Trenzas. En ellos leo las cinco palabras de un maravilloso título.

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