Memorias de un niño de la posguerra

La triste vida de Mariano

Hay en esta vida, por desgracia, personas castigadas por las circunstancias: económicas, familiares, sociales, o de salud, que siembran su existencia de tristeza. Generalmente, los que sufren estas circunstancias suelen  estar acompañados de problemas económicos. Con una de estas personas compartí muchos ratos en mi niñez, cuando pasaba horas en la zapatería que regentaba Bernardo, que compatibilizaba su oficio con el de portero del hotelito de la calle de don Ramón de la Cruz habitado por varias generaciones de mi familia.

Mariano, como Bernardo, era zapatero remendón. Habían pasado la guerra juntos en un taller de guarnicionería del Ejército Republicano. Al final de la guerra, cuando el avance de las tropas llamadas nacionales era imparable, Bernardo y Mariano se arriesgaron a dar todo por perdido, abandonar el taller y volver a Madrid conscientes de lo peligroso de su decisión, especialmente Bernardo que tenía el mando del taller, en su condición de cabo guarnicionero. Pero en aquellos días de espantada sólo pensaban en salvar la vida. Y en una marcha apresurada, con mayores problemas para Mariano, que era cojo, cubrieron de una tacada la distancia con la capital, más de cincuenta kilómetros, y llegaron sanos y salvos, pero agotados, y tuvieron que dedicarse largo tiempo a tener los pies sumergidos en sendas palanganas con agua y sal, según me contaron.

Mariano era moreno, bajo, recio y renco. Después de la guerra, trató de ejercer su oficio de zapatero remendón con poca fortuna, y por una temporada ayudó a Bernardo en su zapatería. Allí me refugiaba yo cuando me cansaba de jugar en el jardín, y pasaba el rato oyendo a los dos amigos hablar de lo divino y lo humano.

Mariano vivía en una especie de chabola en Villaverde, entonces pueblo, y tenía que madrugar a diario para llegar al Metro para trasladarse a su lugar de trabajo. Tras meses de ahorro, consiguió comprar un despertador para asegurarse de llegar a tiempo a la zapatería. Llevaba una tartera para su escasa comida, y no tenía más vicios que fumarse un pitillo de vez en cuando. Aprovechaba mi presencia para que le comprara uno o dos "caldos de gallina", como se conocía popularmente a unos cigarrillos de tabaco negro que costaban entonces treinta y cinco céntimos. Con dos pitillos había tabaco suficiente para liar tres.

Como suele ocurrir con los cojos, lo que faltaba en la pierna se compensaba con mayor fuerza en los brazos. Recuerdo que entonces se comentaba en la zapatería el regreso al boxeo del gran Joe Louis, que iba a disputar el título mundial de los pesos pesados con Ezzard Charles, más joven que el gran boxeador de Detroit, que tenía en contra su edad, treinta y siete años. Era también la edad de Mariano, que quizá por ello apostaba por Joe Louis, aunque éste acabó perdiendo.

Mariano no tenía hijos, pero su mujer y él habían recogido a una niña a la que querían con locura. Pero una mañana Mariano llegó a la zapatería llorando. La madre de la niña, que había dejado que se llevaran cuando acababa de nacer, reclamaba ahora que volviera a su lado. Mariano no tenía dinero para pagar a un abogado, pero consultó al cura de su parroquia quien le dijo que el derecho era de la madre.

Al poco tiempo Mariano dejó de trabajar con Bernardo, y no volvimos a saber de él. Yo soñé que se había ido al Cielo con su mujer y la niña, y allí estarían juntos para siempre. Pero mucho me temo que el sueño no pasó de ser sueño, y no se convirtió en realidad.

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