Al hilo de las tablas

Antoñete

A lo esencial, no se lo lleva el viento, ni el tiempo; eso pasa también y siempre en el toreo. Cada vez que buscamos lo fundamental nos damos de bruces con Antoñete; aquel niño que fue desahuciado con su familia de un ático de la madrileña calle Goya, para ir a parar a casa de su hermana Carmen, en las dependencias de la plaza de Las Ventas. Carmen y su marido Paco Parejo – mayoral de la plaza- sirvieron de plataforma para que aquella castigada familia retomara vuelos, rehiciera vida y el pequeño Antonio alentara la ilusión de ser torero, y lo fue. 

En la plaza vio entrenar a Espadas de toda condición, entrañando el toreo en su técnica y cogiendo facilidad para ponerse delante de lo que saliera por los chiqueros de los barrios y pueblos de los alrededores de aquel Madrid de la posguerra. Las formas se iban haciendo, el fondo lo llevaba dentro. Pronto empezaron a llamar la atención su manera de dar distancia a las reses, haciendo el toreo “de adelante, atrás y de arriba abajo”. Las oportunidades de ser visto por los más influyentes ganaderos en el campo de Salamanca, dieron paso a apoderados solventes, que le llevaron a la alternativa en Castellón y a un magnífico arranque con brillantes temporadas a mediados de los años cincuenta. Las mejores ferias, los mejores carteles y las mejores ganaderías eran el lugar de Antoñete. No había llegado el calendario a los años sesenta y aquel tono había bajado, los percances en la plaza, con rupturas frecuentes de sus huesos descalcificados por tanta hambre infantil y una vida bohemia y descomplicada, consecuencia del mal de altura que tantas veces padecemos los humanos; le llevaron al duro desencanto del torero que no torea. 

Pero la esencia no se había ido, en cuanto lo llamada Mirabeleño – el padre de Juan Mora- para torear un festival y veía posibilidades al novillo ya estaba con la pierna adelantada, la cintura encajada y pecho hacia adelante, dibujando el toreo en pureza. Aquello le posicionaba en un ámbito insuficiente para cualquiera de sus expectativas y necesidades. Un torero superclase, como él, no podía seguir de pueblo en pueblo, por unos caminos que no le llevarían a ninguna parte. 

Por eso en una tarde de agosto, fue a la plaza de Las Ventas, tragándose la sangre entre otras cosas, a decirle a su cuñado Paco que se hacía banderillero. Paco Parejo, sin apenas palabras le enseñó una inmensa corrida murubeña que había en los corrales, y lo despachó con un escueto: “Si quieres, el domingo la matas” No era ningún cielo abierto, pero había que matarla. Los toros de Félix Cameno le regalaron las embestidas suficientes para abrir la Puerta Grande, volviendo a contar en el toreo y poniéndose donde le correspondía, alternando triunfos, fracasos, lesiones… con la faena al toro blanco de Osborne como monumento crucial de la tauromaquia moderna. El que la década de los 70 pasara prácticamente en blanco, con retirada incluida, no era definitivo, pues la esencia torera de Antoñete lo acompañaría de por vida. 

Y volvió a emerger en el cuerpo de un abuelo cincuentón cumplido, con los pulmones pochos del inseparable tabaco, cuyo humo sólo dejaba sitio a él y a su mozo de espadas en las tardes de corrida. Y volvió a dar grandiosas lecciones de toreo a quienes, con veinte años menos, rompían con él, el paseíllo. El Madrid ochentero de la movida, se quedaba mirando para Antoñete, cada vez que paraba el tiempo en cada muletazo ajustado y sincero, en una profundidad que difuminaba cualquier pretensión de poner en valor lo efímero y superficial. La esencia de Antoñete siguió regándose durante más de 20 años, en sus comentarios en la retransmisión de festejos y en programas de radio. Haciendo de absolutamente referencia aquello que años después proclamara Joaquín Sabina: “Esta tarde, el mechón y la coleta, importan por que tienen importancia

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