Cápsulas viajeras

De Tanzania a Zambia en tren

Eran las doce del mediodía cuando miré el reloj de la estación y sabía que me quedaba un largo viaje por delante. El ferrocarril que partía desde Tazara Railway Station Dar Es Salaam, “Tanzania” había llegado con suficiente tiempo de antelación. La última parada del tren sería en Kapiri Mposhi, una pequeña ciudad 170 km antes de Lusaka, capital de Zambia, donde haría un descanso para luego partir a la ciudad de Livingston, punto de partida para explorar las Cataratas Victoria.

Aquel tren lucía desgastado y avanzaba lentamente, dejando atrás la línea costera y adentrándose en la extensa llanura africana hacia el Sur. Esparcidos entre la sabana espinosa y reseca dominaban el paisaje grandes árboles con retorcidas ramas que parecía que hubieran sido atravesadas por un rayo, con sus raíces en pelo de punta, igual que un tieso peinado afro, cenicientos, grises como la ceniza y sin hojas. No dejaba de contemplar con el paso de las horas la hierba amarilla que luego se volvía verde como las copas planas de las acacias.

Desde mi partida y a través de la ventana mi vista se perdía en aquel mudo paisaje que permanecía inalterable. En la tibia noche solo se escuchaba el traqueteo de los rieles. Viajar por aquellas tierras exigía paciencia. En la quietud respiraba más tranquilo y me sentía como un legionario regresando del frente de batalla.

Desde que había puesto un pie en el continente africano había atravesado estériles desiertos y tierras áridas, sabanas hostiles donde prolifera la vida entre grandes depredadores; ciudades diversas, fértiles montañas que ocultan selvas impenetrables. Entonces atravesaba amplias mesetas imposibles de atravesar en dos días en tren, y contemplaba acostado desde la ventanilla una noche cerrada que cubría el ceremonioso horizonte. Mientras tanto, en mí imperaba una agradable sensación de ir lejos, muy lejos, hacia ninguna parte.

En la frontera de Tanzania con Zambia, un oficial de inmigración se presentó en la cabina, se sentó y me pidió el pasaporte, que, sin poner ningún problema, lo selló para luego levantarse. Primero sellaron la salida de Tanzania y después la entrada a Zambia. Era gratificante lo que acababa de vivir, pues me había ahorrado horas de situaciones burocráticas engorrosas, ya que, al viajar en tren, los trámites siempre eran más breves y sencillos. 

El tren no se detenía, aunque iba haciendo muchas paradas por las aldeas. Las mujeres, que cargaban en sus cabezas grandes racimos de plátanos, ofrecían sus mercancías por las ventanas, mientras los niños se agolpaban pidiendo cualquier regalo con la mano. Recuerdo verlos persiguiendo el expreso hasta que desaparecían. A veces las nubes parecían juntarse creando un cielo pálido, pero al momento, un sol que caía con estrépito alejaba cualquier intento de precipitación. Las aldeas aparecían, se esfumaban rápidamente y luego volvían las grandes extensiones de tierra que desfilaban hacia atrás a la misma velocidad del ferrocarril. Veía chozas de barro con techos de paja, sin electricidad, dispersas en medio de los pastizales de la sabana, y dado que el convoy solo pasaba dos veces por semana, era un acontecimiento, una diversión para los niños que corrían por los montículos de tierra, saltando como gacelas, moviendo los brazos a nuestra altura y gritando emocionados y alegres.

La locomotora avanzaba lenta y también las horas. Llegó la segunda noche y en la mañana siguiente, ya al tercer día de viaje, tras haber recorrido 1860 kilómetros de distancia, el tren finalizó su trayecto en Kapiri Mposhi. Después de llegar, tomé un autobús que no estaba mal para lo que estaba acostumbrado. Era cómodo y la gente viajaba sentada, nadie de pie. Sin embargo, con las ganas que tenía de llegar a Lusaka, el viaje de tres horas se hizo un poco pesado, ya que no había aire acondicionado y la carretera estaba en mal estado. Una larga avenida con carriles en ambas direcciones atravesaba la capital de Zambia. La primera impresión no fue muy diferente a lo que había sentido al conocer otras ciudades africanas como Dar es Salam o Nairobi, ya que parecía ser un centro de comercio en constante crecimiento, aunque no parecía tan grande ni desordenada. Ese día en que llegué a Lusaka por la tarde, con un clima subtropical y húmedo, lo dediqué a descansar, ya que el viaje había sido duro.

Al otro día, en la noche, me subí en un bus hacia la ciudad de Livingston, a tan solo diez kilómetros de la frontera con Zimbabue. Durante el trayecto de seis horas, me dormí y soñé con el momento en que conocería las Cataratas Victoria. Al llegar por la mañana, me encontré con una avenida principal llena de coloridos edificios coloniales, lo cual contrastaba con la imagen que tenía de Lusaka. Bajo los soportales cercanos, donde se ubicaban las tiendas, cafeterías y puestos de artesanía, reinaba una inusual tranquilidad. Algunos dependientes vestían pantalón liso, camisa blanca y corbata. Estaba en Livingston, que parecía más una pequeña villa apartada del caos de las grandes ciudades. Definitivamente, era un lugar dedicado al turismo internacional, con variedad de alojamientos, bancos, cajeros automáticos y agencias que ofrecían actividades deportivas extremas como el descenso de rápidos o el bungee jumping desde el puente al río Zambeze, que separa Zambia de Zimbabue.

Desde Livingston, me acerqué en un taxi junto con otro huésped del hotel hasta la entrada del parque. De repente, me encontré rodeado por un raudal de vida: el suelo cubierto de vegetación de un bosque ribereño solo dejaba pasar la luz clara del cielo, mientras una bruma refrescante pulverizaba todo alrededor. Levanté la mirada, observando ese espacio privilegiado, tratando de mantener la compostura. Todo parecía unificarse y disolverse a la vez en un torrente de agua cada vez más poderoso, y aunque no podía sumergirme, me quedé petrificado al instante. Estaba tan cerca que, desde las pasarelas habilitadas, podía escuchar el estruendo de ese curso impetuoso de agua precipitándose al vacío, cubriendo una estrecha y escarpada garganta. Esa imponente corriente que alimentaba las aguas del río Zambeze caía, ocultando las rocas, desgarrándolas y produciendo un fuerte ruido que se transformaba en un vapor que envolvía los árboles y parecía engullirlo todo. Me sentía profundamente emocionado: los siete colores del arco iris brillaban, y cada gota que empapaba mi cuerpo era motivo de alegría. Aunque me acercaba con precaución, dejando que el agua rozara apenas mi piel, ver esa maravilla era suficiente. No en vano los nativos kelolo las llamaron "mosi oa tunya" o "el humo que truena".