Orbayada

Ulissipo

Ulissipo, la capital romana de Lusitania, fundada por los fenicios, no es otra que Lisboa. La soberbia ciudad que a partir del siglo XV tuvo uno de los puertos naturales más importantes del mundo y que formó parte de los reinos de Felipe II cuando Portugal se incorpora a la Monarquía hispánica. Una tierra bañada por cuatro ríos que abonan sus campos con sabor a España, el Miño, el Duero, el Tajo y el Guadiana. Y otros cuatro nativos, el Mondego, el Sado, el Vouga y el Cécere que recorren su territorio con aromas portugueses y se hermanan en la inmensidad del Océano Atlántico.

Cuenta la Historia que los griegos conocían Lisboa como Olissipo porque, según la mitología, la creó Ulises tras escapar de Troya, antes de huir por el Atlántico y emprender su viaje a Ítaca durante diez largos años. Es probable que, desde el estuario del Tajo, presto para su viaje, Ulises contemplase con tristeza sus siete colinas São Jorge, São Vicente, São Roque, Santo André, Santa Catarina, Chagas y Sant’ Ana añorando, quizá, quién sabe, contemplarlas con Penélope. Tal vez se despidiese en el puerto con pena de los comerciantes y del garum, una especie de pescado de lujo, la sal y los caballos lusitanos. O puede que quisiera llevarse alguno como ofrenda a su amada. Posiblemente su retina se impregnase de los colores del puerto, los anocheceres y el bullicio de las gentes. O añorase regresar algún día a esas tierras fértiles y alegres. Pero es Ulises. Todavía le esperan mil y una aventuras hasta llegar a su isla.

La dominación árabe muda su nombre y le resta esplendor hasta que Al-Ushbuna, que así la llamaron, resurge de saqueos y pillajes para convertirse de nuevo en un centro comercial de intercambio de productos por el Mediterráneo árabe. No es objeto de este artículo glosar la historia de Lisboa, pero sí reconocer el activo papel de los mercaderes portugueses, judíos o cristianos, que pergeñaron la estrategia para llegar desde su puerto a la fuente de las materias primas. Surge así la figura de Enrique el Navegante. Con las ganancias de los mercantes y el capital de la Orden de Cristo, se fundan escuelas de marinos y se concentran recursos y conocimientos para alcanzar lejanas tierras plenas de  café, oro, marfil y productos exóticos.

Pero Lisboa no solo es agua dulce, océano o historia, también es revolución, fiesta y fado. Lo dijo el poeta portugués José Gómez Ferreira: “Lisboa es la capital de la revolución, porque no hay revolución sin fiesta, (…) y la revolución es una manera indisciplinada (…), de deletrear el verbo amar”. Aquí también el pueblo toma las armas y construye su propia historia. En 1974, la rebelión más cercana, trajo el fin de la dictadura y la instauración de la democracia. Una revolución que adopta el nombre del gesto de un soldado que coloca un clavel en el cañón de su tanque al que imitan todos sus compañeros cegando con flores la salida del fuego de sus fusiles. La revolución de los claveles.

Intentar conocer los orígenes de los Fados es inútil; nacen del alma como bisbiseos de la cultura, del mar y de la gente. Hasta los pájaros que anidan en los árboles de Alfama los gorjean. El fatum, el destino, sobrevuela en cada una de las letras con saudade suave, nostálgica y agridulce que brota del corazón de los barrios de la Morería, de la Alfama y de Chiado. Es el llanto que rezuman sus paredes que al rozarlas te impregnan de melancolía. Es la añoranza que asciende lenta por el empedrado, blanco y negro, agasajado con esmero. Lo he vivido. He visto alinear con celo los adoquines a vecinos y calceteiros. He sentido los suspiros del terremoto viejo bajo las suelas de mis zapatos. He oído desde las entrañas de la tierra un grito lento, susurrante y melodioso que reverbera en los azulejos. Lo descubrió Amalia Rodrigues en sus canciones. El Fado nace en el mar, en los vientos, en las profundidades de la tierra, en el pecho de los marineros.

Todo en esta ciudad tiene magia. Hasta las parejas, por fríos o ardientes que vengan los vientos de la edad o del estío, renacen y renuevan sus votos paseando de la mano por la Plaza del Comercio o del Rossio. 

Lisboa, velha cidade,
Cheia de encanto e beleza!
(…)
Lisboa de oiro e de prata,
Outra mais linda não vejo
Eternamente a cantar
E a dançar de contente
O teu semblante se retrata
No azul cristalino do Tejo