Poéticas de la inteligencia

El Aleph: signo infinito en Borges

En la vasta biblioteca de símbolos que la literatura ha regalado al pensamiento humano, pocos signos han sido tan elocuentes y misteriosos como el Aleph que Jorge Luis Borges puso en el centro de su célebre relato homónimo. 

El Aleph, en el universo de Borges, no es estrictamente un artefacto narrativo o un capricho fantástico: es una condensación absoluta, un núcleo donde todo cuanto existe se revela simultáneamente, sin jerarquías ni distancias. Este punto minúsculo y totalizante, donde los confines del universo colapsan en una única mirada, no sólo fascina por su potencia imaginativa, sino porque pone en escena una de las más persistentes inquietudes filosóficas: la búsqueda del principio, el anhelo de alcanzar ese fundamento que otorgue sentido a la multiplicidad caótica de lo real.

Sin embargo, Borges no se limita a ofrecer al lector una reliquia de la metafísica o un simple objeto de admiración, el escritor desarrolla una escena en la que la subsistencia de ese Aleph se exhibe como una extrañeza sorpresiva atribuida, una licencia dentro de la lógica fantástica. Pero cuando esa credulidad parece ya firmemente asentada, el narrador introduce la sospecha, la sombra de la duda: ¿es ese Aleph el único? ¿Acaso no hay otros, o no es el mundo mismo una multiplicidad de espejos, una red infinita de Alephs ocultos, de lugares y cosas que concentran momentáneamente lo sagrado?

Borges, lector de sistemas filosóficos y minucioso cuestionador del espacio y del tiempo, lleva así la narrativa más allá de sus límites convencionales. Maurice Blanchot lo supo ver con claridad al referirse al Aleph como una “perversión del mundo” que consiste en reunir en una sola experiencia la suma infinita de sus posibles. En otras palabras, Borges no nos entrega un mapa cerrado, sino un laberinto; no nos ofrece la respuesta, sino una invitación perpetua al asombro y al extravío.

 

Escribe Borges al final de su relato, evocando un viejo eco de la tradición hermética y cabalística. “También se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior,” Aquí la realidad no es un bloque homogéneo, sino un reflejo fractal, una imagen que remite siempre a otra, como si el mundo tangible fuera apenas el vestigio de una realidad mayor, oculta, un Aleph aún más profundo y esquivo.

La letra Aleph, que inaugura el alfabeto hebreo, es mucho más que un signo inicial. En la tradición cabalística, cada letra es una vibración, un depósito de energía sagrada imposible de traducir del todo en lenguaje humano. La Torah, en su delicada arquitectura verbal, se considera un universo en sí misma, y el Aleph —como principio y unidad— es su corazón mudo, su primer latido. La omisión o alteración de una sola letra sería, en este sentido, desfigurar el cosmos. Borges, lector sagaz de esta tradición, transfiere esa idea a la literatura, sabiendo que cada palabra es un pequeño Aleph, un abismo de sentidos potenciales.

La carga simbólica del Aleph no se limita a su genealogía mística. En su relato, Borges también ejecuta una sutil crítica al pensamiento metafísico clásico, lector atento de Nietzsche y heredero de sus dudas, propone en “El Aleph” una mirada más terrenal y paradójica. El Aleph no es un absoluto cerrado, sino una invitación a la pluralidad y al vértigo. La existencia de muchos Aleph —como insinúa con ironía— desbarata la posibilidad de que un solo signo abarque la totalidad del mundo. Frente al ser estático que buscaba la tradición metafísica, Borges postula la inestabilidad, el movimiento, el juego incesante de reflejos. Y con ello, su relato sugiere que el verdadero Aleph es el lenguaje mismo, siempre cambiante, inagotable en su capacidad de abrir sentidos y mundos.

Alfredo González, en un ensayo revelador, recuerda que “el discurso borgeano rehúsa la imposición, la doctrina totalizadora y salvadora.” Esa resistencia es, quizás, la clave de su modernidad. Borges, más que un metafísico, fue un cartógrafo de las paradojas, alguien que entendió que todo fundamento es siempre parcial, que toda verdad es hija de su tiempo y que, como en el Aleph, el universo se despliega en capas que jamás terminaremos de descifrar.

La literatura, al final, es ese Aleph que nos permite —como lectores— asomarnos, no a una totalidad cerrada, sino a un mundo infinitamente abierto. Borges lo sabía: en cada letra se cifra el cosmos y en cada lectura, el universo vuelve a comenzar.