Rubén Darío fue un poeta nicaragüense, máximo representante del modernismo hispanoamericano. El modernismo surgió a finales del siglo XIX como respuesta al utilitarismo impuesto por la Revolución Industrial. Lo que más me atrae de este movimiento es, precisamente, su defensa del arte por el arte. Es decir, el arte no ha de tener una finalidad útil, ni reivindicativa, ni didáctica, ni moralizante, sino que crear algo artístico, algo bello, ya es un fin en sí mismo.
La realidad de la época estaba marcada por las férreas normas de comportamiento de la clase burguesa, por lo que los autores modernistas, como Darío, deciden crear mundos aristocráticos a los que huir, donde solo importa la belleza. Todo esto lo podemos ver claramente en su soneto “De invierno”: En invernales horas, mirad a Carolina. / Medio apelotonada, descansa en el sillón, / envuelta con su abrigo de marta cibelina / y no lejos del fuego que brilla en el salón. // El fino angora blanco junto a ella se reclina, / rozando con su hocico la falda de Aleçón, / no lejos de las jarras de porcelana china / que medio oculta un biombo de seda del Japón. // Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño: / entro, sin hacer ruido: dejo mi abrigo gris; / voy a besar su rostro, rosado y halagüeño // como una rosa roja que fuera flor de lis. / Abre los ojos; mírame con su mirar risueño, / y en tanto cae la nieve del cielo de París.
En mi imaginación, Carolina encaja perfectamente en la serie “The White Lotus”. Seguramente sería una gran amiga de Tanya McQuoid y ambas se enfrentarían al duro reto de decidir entre un masaje relajante o de tejidos profundos, pues es obvio que Carolina es una mujer ociosa y adinerada. Lo sabemos por la cantidad de objetos de lujo que la rodean. Objetos que no sirven para nada más que para dar belleza a la estancia. No son útiles, son hermosos, y eso, para el modernismo, es suficiente. Otro factor que indica el estatus de la protagonista es que vive en una de las ciudades más caras del mundo. Sin embargo, el verdadero símbolo de su gran fortuna se esconde implícitamente en lo que hace a lo largo de todo el poema: nada. Su labor es entregarse al abrazo de Morfeo bajo un carísimo abrigo, ajena al frío mundo exterior, mientras espera la llegada de su amado.
Envidio profundamente a Carolina. Al contrario que a ella, a nosotros no se nos permite parar. Vamos siempre corriendo de un lado para otro, procurando ser hiperproductivos e intentando llegar a metas inalcanzables. Nuestro valor reside en lo que hacemos y en lo que tenemos, no en lo que somos.
Quizá sea momento de recuperar algo de esa esencia modernista y reivindicar el placer de existir sin más. De aprender a contemplar lo hermoso sin buscarle utilidad, de saborear el tiempo sin sentir culpa. Quizá no podamos ser Carolina, pero al menos podríamos concedernos, de vez en cuando, el lujo de cerrar los ojos, refugiarnos del ruido del mundo y recordar que no somos máquinas. Para nosotros, al igual que para el arte, el hecho de ser, simplemente ser, también es suficiente.