Andrea Cataño Michelena
Nació un dos de marzo de mediados del siglo XX. La primera etapa de su vida la pasó arrullada por la máquina de escribir de su madre, Margarita Michelena, y con los aromas del óleo y el aguarrás del estudio de su padre, el pintor Eduardo Cataño Wilhelmy. Aprendió a leer antes de cumplir los cuatro años, recortando letras del periódico para formar palabras que hoy teje en poemas, cuentos y relatos. Estudió la licenciatura de Intérprete-Traductor y, más tarde, se especializó en diseño editorial. La vida la fue llevando al mundo de la comunicación. Durante años hizo campañas de comunicación social especializadas en el campo de la prevención para la salud, con las que ganó varios premios internacionales, entre ellos, el Caracol de Plata, en 2000. Siempre escribió para otros, pero ahora lo hace para ella. Tiene un poemario publicado y en julio del presente año estrenará su primer volumen de relatos.
¿Cómo describirías tu espíritu creador?
Mi espíritu creador es un duende caprichoso que me asalta sin previo aviso, manifestándose en los momentos más inesperados: mientras preparo el café de la mañana, en medio de una conversación o justo cuando estoy a punto de sumergirme en el sueño. Este ser implacable no conoce horarios ni respeta conveniencias, y cuando aparece, debo atenderlo con urgencia, pues si dudo o lo postergo, se escabulle llevándose consigo el poema que vino a entregarme, y jamás regresa con la misma ofrenda. Por eso siempre llevo conmigo una pequeña libreta y una pluma fiel, objetos que tengo por toda la casa, incluso en mi mesita de noche, para estar preparada cuando el duende decida visitarme, lista para capturar las metáforas que me susurra antes de que se desvanezcan.
¿Qué mensaje esperas transmitir a través de tu palabra?
No escribo pensando en transmitir ningún mensaje predeterminado; mi pluma se desliza sobre el papel impulsada por una necesidad imperiosa que brota desde lo más profundo de mi ser, como agua que emerge de un caudal subterráneo que busca la luz. Escribir poesía es, para mí, un acto puro de creación y revelación, un intento por capturar lo intangible, por aprehender esos destellos fugaces de gozo o dolor que normalmente se escurren entre los dedos de la conciencia ordinaria.
Cuando las palabras finalmente se acomodan en el poema, no pretendo imponer una interpretación única, sino ofrecer una estructura verbal que cobra vida propia, una criatura autónoma que cada lector adoptará a su manera, permitiendo que lo conmueva y encuentre significados que quizás yo misma no vislumbré al crearla; así, el poema se convierte en un puente tendido entre almas, un vehículo para lo intangible que trasciende incluso propia verdad.
¿Qué papel juega la emoción en tu proceso creativo?
Yo escribo poemas de amor. Para mí, la emoción no es simplemente un elemento de mi proceso creativo; es su esencia misma, su sangre y aliento. Cada verso nace primero como un latido, una agitación del alma que busca materializarse en palabras.
Escribo desde ese temblor interior que produce un recuerdo, una mirada, el roce efímero de una mano. La emoción es la semilla y el agua que nutre cada poema. Sin ella, las palabras serían meros esqueletos, construcciones vacías e inertes.
En mis momentos de mayor inspiración, me abandono por completo a ese río emocional. No intento controlarlo ni analizarlo, sino que me dejo arrastrar por su corriente. Es en ese estado de vulnerabilidad total donde encuentro las imágenes más auténticas, las metáforas que revelan verdades ocultas sobre el amor desde mi experiencia.
La nostalgia, el deseo, la ausencia, la plenitud… cada estado emocional tiene su propio color, su propia temperatura y textura. Mi labor es traducir esas sensaciones a un lenguaje que pueda resonar en el corazón de quien me lee, creando un puente invisible entre mi experiencia y la suya.
¿Cómo ha evolucionado tu estilo a lo largo de los años?
Mi estilo ha experimentado una transformación gradual y significativa con el paso del tiempo. En mis inicios, me sentía atraída por las estructuras clásicas, encontrando en el soneto un refugio donde la métrica y la rima me ofrecían un marco para expresarme con cierta seguridad. Aquellas primeras exploraciones me permitieron comprender la arquitectura del poema y el valor de la tradición.
Con el tiempo, comencé a sentir la necesidad de una mayor libertad expresiva, lo que me llevó a explorar el verso libre. Este cambio representó no solo una evolución formal sino también un despertar de mi propia voz poética, más auténtica y personal, menos atada a convenciones preestablecidas.
En mi etapa más reciente, he encontrado en el poema en prosa un espacio donde la musicalidad y la imagen pueden fluir sin las restricciones de la versificación, permitiéndome desarrollar atmósferas y reflexiones que entrelazan lo lírico con lo narrativo, en un continuo descubrimiento de nuevas posibilidades expresivas.
¿Qué influencias han marcado tu trabajo?
Los poetas que han dejado huella en mi alma son como estrellas que han guiado diferentes etapas de la vida.
En mi juventud, navegué por los mares profundos y prodigiosos de Quevedo y la sublime inteligencia de Sor Juana. Después, la voz poderosa de mi madre, Margarita Michelena, poeta de vuelo mayor, me mostró el lado terrible de la belleza y la responsabilidad de las palabras como herencia viva.
Con el tiempo, caí rendida ante la seducción oscura de los poetas malditos. Baudelaire con sus “Flores del Mal” que transforman el sufrimiento en una belleza desgarradora; Mallarmé y sus versos que danzan entre lo visible y lo invisible; Apollinaire que rompe las formas para liberar el espíritu. Y ahora, en esta etapa del camino, me he rendido ante la luminosidad de Paul Éluard, cuyos versos sobre el amor y la libertad me reconectan con la esperanza que necesitamos para seguir creyendo en la poesía como salvación.