Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XLIII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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—¿Y por qué no nos dejamos de pláticas y me acompañas al templo? —propuso Chavo con su usual pragmatismo—. Así lo ves tú mismito y ya no te quedarán más dudas. Precisamente iba yo ahorita a tomar con la Santísima para agradecerle que me haya salvado el pellejo en mi última transacción.

El criollo aceptó la oferta. Concertaron un punto de encuentro desde donde el maleante manejaría el carro hasta los suburbios para admirar una majestuosa representación de la Santa, venerada igual por humildes como por los más altos jefes de los cárteles de la droga. Después lo llevaría a tomar tequila a algún tugurio donde unos mariachis reciclados se coronaban al son de narcocorridos, arrebatando con sus coplas al público congregado.

Según lo acordado se encontraron ante la estatua de los hermanos Escobar. Desde el parque se dirigieron en coche a un barrio de chabolas que el indiano no había pisado en los días de su vida, ignorando por completo su existencia.

El conductor estacionó ante una casa con una llamativa fachada de color celeste. Poncho observaba microscópicamente para no perder detalle. La edificación se resguardaba con barrotes de verde chillón en las ventanas, en tanto una alfombra de intenso púrpura daba la bienvenida a los fieles ante la puerta, junto a la que permanecían en actitud piadosa un buen número de seguidores arrodillados, entonando salmodias con un rosario entre las manos.

El narcotraficante invitó a su hermano a entrar presentándole al reverendo, quien recibió a Chavo con regocijo por tratarse de tan fervoroso creyente como generoso benefactor del santuario al que destinaba sumas ingentes, tanto para su sostenimiento como para ofrendas inagotables.

A medida que el narco avanzaba el resto de congregados abría un pasillo con el miedo inscrito en los ojos, cediéndole el paso como si se tratase del diablo. Los hermanos se adelantaron hasta el altar mayor donde se erguía una monumental escultura de la Santa Muerte adornada con un costosísimo manto de vicuña en intenso color negro bordado en hilo de oro, que capturaba irreversiblemente la mirada.

—La estola de la Santísima es una ofrenda del señor Ramírez —matizó inmediatamente el sacerdote a Poncho observándola estupefacto—. Es uno de nuestros más pródigos protectores.

A la derecha, un creyente brindaba pulque con la imagen, alzando el vuelo etéreo de la cogorza en medio de un corrillo de cinco o seis más entregados al mismo menester, reverenciándola con piropos como hermosa o guapa, en medio de llantos y un vértigo de éxtasis místicos.

Otros se mantenían en el más íntimo recogimiento entregados a la oración, iluminando con fervor velones y lamparillas de aceite, mostrando en su rostro las más desencajadas muecas de súplica.

Una indígena ataviada con su indumentaria tradicional acomodaba el manto de la imagen, auxiliada por otras dos en adecentar el templo y engalanarlo con jarrones infinitos de flores de colores.

Chavo rogó al oficiante que le explicara todo cuanto pudiera sobre el credo a su hermano, quien se confesaba un neófito interesado en seguir los dogmas de la Iglesia Santa Católica Tradicional Mex-USA, haciendo especial hincapié en que, al igual que él, se trataba de un devoto con posibles para ayudar en el sostenimiento del oratorio.

El presbítero se explayó, ilustrando que el origen del rito se remontaba a tiempos anteriores a la llegada de los conquistadores. Cuando al fallecimiento por causas naturales y tras un difícil itinerario sus antepasados se veían empujados a llegar a la región de los difuntos, antes de presentarse ante los Señores de la muerte debían superar innumerables obstáculos como escurrirse entre piedras que chocaban entre sí, cruzar desiertos y colinas, vencer a un cocodrilo llamado Xochitonal, enfrentarse a un viento de afiladas piedras de obsidiana y salvar la otra orilla de un caudaloso río con la ayuda de un perro que era inmolado el día del funeral.

Lo del sacrificio ritual estimuló más aún si cabe la curiosidad de Poncho, quien no vaciló en preguntar al sacerdote si el ceremonial incluía martirio humano. 

En su inocencia, el clérigo, interpretando el concepto propuesto por el nuevo converso como promesas o dádivas a cumplir como ofrenda, contestó afirmativamente, insistiendo en la importancia de este tipo de oblaciones a los dueños del Inframundo, ya que con el tiempo estos exvotos seguirían presentes en los altares de la Santa Muerte.

Consciente del vivo y creciente interés mostrado por el catecúmeno, el pastor pasó a instruirlo en los ideales del venerador, postulando que la extinción es connatural a la vida, teniendo que aceptarla como tal, reconociendo a la Muerte como un ser afligido y responsable de una penosa labor, para cuyo desempeño le fue entregado un poder de magnitud acorde con su pesado cometido. 

Tal potestad era otorgada directamente por Dios a quien obedecía, siendo su función indispensable en la vida, de manera que lejos de una valoración negativa adquiría consideración de entidad angélica.

Por lo demás, aseguró el capellán, la Santísima sólo demanda del practicante un trato respetuoso semejante al dispensado a un amigo, de ahí la cantidad de feligreses que en aquel momento brindaban bebidas con ella. Por eso resultaba de trascendental importancia que el adepto guardara como ideario evitar toda actitud que limitase la vida humana, ya fuera por miedo, tristeza, envidia u odio, de modo que al analizar los temores individuales e irlos superando, enfrentándolos o acatándolos como el esencial designio de morir, el creyente reflexiona sobre la verdad de la vida, conduciéndolo a la felicidad.

En el atlas cerebral de Poncho comenzaban a fraguar todos aquellos fundamentos, revalidando su convicción de que el asesinato ceremonial ofrecía la doble ventaja de agasajar a la Santísima Muerte, beneficiando por otro lado al mártir con un tránsito más corto por este valle de lágrimas, adelantándole la visión de la divinidad.

Continuará...

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