Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega L

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Coincidiendo con el fin del turno, el maleante aparcó frente la factoría para darle una última oportunidad de avenirse a sus razones antes de tomar una determinación drástica. Al salir, la muchacha lo ignoró deliberadamente en tanto sus compañeras se arremolinaban a su alrededor, soslayándolo entre risillas. A los argumentos para rechazar al galán, el grupo de jóvenes la persuadía de su apostura.

La pandilla abrió el círculo para franquearle la entrada cuando el narcotraficante bajó del todoterreno con una sonrisa de oreja a oreja, directo hacia la obrera para convidarla a cenar con él en el Frida’s, pero la zagala rehusó con un gesto la invitación, dando media vuelta para enfilar hacia su casa, ignorando la fatalidad de aquel ademán y las consecuencias que le acarrearía. 

Aprovechando que el grupo se dispersaba regresando cada cual a su respectivo domicilio, el hampón se colocó al paso de la maquiladora con el coche en paralelo, conminándola a acompañarlo ante la indiferencia de ésta.

Exasperado detuvo la marcha, bajó del vehículo y, sin mediar palabra, le propinó un golpe en la cabeza tirándola al suelo aturdida. Sin darle tiempo a reaccionar la maniató, silenciándola con un pañuelo en la boca, arrojándola luego con fuerza al maletero y dándose a la fuga a toda velocidad en dirección al desierto.

Llegado al arenal de Samalayuca el narco hizo descender del portaequipajes a la cautiva, que mostraba evidentes signos de nerviosismo y agitación.

De nada sirvió la resistencia de la infortunada que tenazmente, pese a tener las manos inmovilizadas, intentaba escabullirse de su agresor propinándole patadas como podía. El malhechor se excitaba cada vez más en relación directa a la oposición de la mártir, terminando por rasgarle la ropa y forzarla. 

Rematada la faena se dirigió despectivo hacia la agredida burlándose de ella. En realidad ni siquiera está claro que dispusiera de vigor suficiente como para mantener el miembro en erección más allá de un segundo debido al deterioro por el tipo de vida que llevaba o simplemente porque, como la mayoría de los sádicos, se deleitaba en la crueldad más que en el coito. Su satisfacción obviaba la bragueta, reduciéndose al placer procurado por sentirse más fuerte que su víctima y limitando el goce a su capacidad de atormentar a la infeliz que cayera en sus manos.

—¿Lo ves? No era tan difícil ni tan malo —se mofó jactancioso Chavo—. Pero ahora, lamentándolo mucho, te toca morir. ¡Fíjate lo que te hubieras ahorrado de no poner tantos reparos!

De nada sirvieron los sollozos y gritos de la pobre desgraciada, que veía en los ojos de su verdugo el amargo anticipo del fin de sus días. El criminal rodeó su cuello y con violencia inusitada apretó con tal fuerza que se cobró su vida, no por estrangulación, sino desnucándola.

Parsimoniosa y mecánicamente sacó la pala del maletero poniéndose a cavar una fosa para enterrar a aquella desdichada, cayendo en la cuenta de que a su hermano le haría ilusión o al menos le encontraría utilidad a la ropa íntima. 

Antes de darle el descanso eterno la desposeyó de los jirones que aún permanecían pegados al cuerpo, los metió en una bolsa de supermercado y guardó todo en el todoterreno para agasajar en otro momento a Poncho.

Una vez cubierto el cadáver con la arena, mirando al cielo imploró a la Santa Muerte perdón por su pecado.

—Sé que la vida es sagrada, pero la muy chingada se me resistió y no tuve otro remedio que matarla—vociferaba en mitad de la nada—. Te pido, oh Santísima, que no habiéndole dado un buen morir, la acompañes a la tierra de sus antepasados donde pueda disfrutar de la paz para siempre.

Zaherido tras vulnerar el estricto código doctrinal, montó en el coche dejando atrás las dunas de Samalayuca para acercarse cuanto antes al templo donde ofrecer un exvoto por el alma de la desventurada, y de paso por la suya.

* * * * *

Rojas reposaba pensativo sobre el lecho, tan abatido por la decisión de Guerrero como por la resaca que le rondaba los sesos, intentando recomponer su memoria con los fragmentos que recordaba de la tarde pasada.

De manera difusa rememoraba el intento frustrado de enfrentamiento con el asesino, a quien había tenido frente a frente sin ser capaz de descerrajarle un tiro ahí mismo, dando carpetazo a la terrible zozobra en la que vivía la mayoría de mujeres de Ciudad Juárez.

El oficial sentía un abrasivo mareo de estómago y una profunda náusea espiritual. ¿Con qué cara tomaría a partir de ahora cualquier nueva declaración sobre otro feminicidio, sabiendo de antemano que su superior había zanjado el asunto? ¿Qué le diría a las madres, hermanas o hijas que se presentaran en la comisaría a denunciar una nueva desaparición? ¿Que no pasaba nada y que volvieran a su casa porque el asesino estaba ya en la cárcel? ¿O que fueran a consolarse con el cura o con un psicólogo ya que, capturado el autor, la desaparición era sólo fruto de su imaginación?

Por un segundo Rojas tuvo una inspiración o la clarividencia de que semejante grueso de desaparecidas requería por imperativo un lugar donde ocultarlas, siendo los médanos de Samalayuca el único con dimensiones suficientes para tan abultada lista.

¡Pero, por dónde empezar! El desierto era inmenso y el viento cambiaba constantemente la ubicación de las dunas modificando su orografía, dificultando de manera considerable tanto la orientación como la posibilidad de dar con el más mínimo resto.

Algo más lúcido después de tomar bicarbonato y una aspirina para la resaca, decidió vigilar al indiano. Tarde o temprano cometería un error. En algún momento tendría que enterrar a una nueva víctima. Como todo psicópata asesino, su sed de sangre lo llevaría a secuestrar a otra joven, instante preciso en que lo agarraría con las manos en la masa. Ya se encargaría luego de que terminase sus días en el más duro penal de todo el país, convertido en la novia de los más lascivos reclusos.

Continuará...

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