Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XLV

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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—¡No, no y no, de ninguna manera! ¡Esta túnica ya está comprometida al señor obispo!—rechazó meneando la cabeza el dependiente—. Si quiere usted una tendrá que encargarla. Las religiosas Pasionistas de Quétaro, las más afamadas en estos menesteres, apenas tardarán unas tres semanas en bordársela.

Aquella era una espera demasiado larga y el reloj corría en contra. Al iluminado le acuciaba disponer de todos los elementos precisos para celebrar su bautismo de sangre dado que cada vez sentía una mayor necesidad por travestirse, viendo su deseo recompensado de manera invariable por eyaculaciones gradualmente más abundantes. Además, en su última noche de lucidez evaluó dormir con un salchichón de talla mediana introducido en el ano. Toda vez superadas las heridas infligidas en su postrera aventura con el cepillo de dientes, estimó que el embutido respondía de manera bastante más ajustada a sus exigencias por calibre, tamaño y consistencia. Pero la iniciativa le parecía por momentos más peligrosa, temiendo que lo abocara a requerir un trozo de carne más animado que ya no lo salvaría de ser un auténtico mariconazo, por mucho que el doctor Buendía dictaminara lo contrario.

Poncho decidió abandonar la idea del manto y, a falta de tiempo, se enredó calle abajo por los distintos establecimientos a la caza de uno que comercializara vestimentas profesionales. Fisgoneó por el escaparate hasta dar con una chupa de ordenanza, lo único que exhibía alamares además de sendas charreteras en hilo de oro.

En un almacén próximo, rebuscando un adorno adecuado con el que coronar su cabeza, apenas halló unas cuantas plumas de guajolote. Las compró y regresó al comercio de uniformes para adquirir una cofia de camarera donde las insertaría, resolviendo así lo de la tiara.

En una armería adquirió un machete con las cachas de nácar para dar mayor realce al arma sacrificial. Consciente de que le faltaban los pantalones, tras mucho recapacitar consideró acercarse a un establecimiento donde confeccionaban guarniciones para la monta, adquiriendo unas chaparreras tachonadas con remaches brillantes.

Ahora que ya disponía de atavío sacerdotal sólo le restaba conseguir la droga para neutralizar a la futura inmolada. En parte porque así lo consagraba la más añeja práctica, aunque también porque en el fondo era consciente de su propia incompetencia.

El indiano llegó a casa cargado de bolsas después de una larga tarde de tiendas. Tras guardar el ajuar eclesiástico bajo llave telefoneó a su hermano para citarse inaplazablemente con él, acordando que Chavo pasaría por casa a tomar una Coronita aprovechando para charlar.

El criollo se impacientaba cuando el timbre de la puerta anunció la llegada del ansiado invitado.

—Oye, Chavito, por favor, ¿puedes darme alguna dosis de chivo?—lo abordó a bocajarro apenas traspasaba la puerta—. O de ese cristal... el bazuco.

Al narcotraficante le costó asimilar la petición. Por su cabeza pasaron mil ideas encontradas: primero la creciente curiosidad por la Santa Muerte, ahora quería drogas, y eso sin contar con el “asuntito” al que dieran sepultura en Samalayuca. 

—¡No mames, güey! ¡No empieces con esa mierda! —resopló el narco—. ¡Sólo un zonzoreco se dejaría enredar en eso! ¡Tú no sabes la de problemas que te puede acarrear! Si aún fuera mota cien por cien natural cultivada en el país, pero una anchoa... Para flipar, a un pendejo como usted le basta con un poco de gallo.

Chavo intentó convencer a su hermanastro por activa y por pasiva, mientras en este medraba un empeño vehemente por conseguirlas a cualquier precio. A medida que avanzaba la conversación, el indiano intuía que tanto zoo de gallos, motas y anchoas debían aproximarse al lado más suave de las drogas, y si había una cosa que tenía claro era que necesitaba algo lo bastante contundente como para tumbar a un caballo.

—¡Pues si no me la das tú ya encontraré quien me la venda! —lo desafió—.

Ante el riesgo de que le acabasen empaquetando cualquier porquería adulterada que lo llevara al otro barrio a la primera de cambio, no sin recelos, Chavo terminó por darle una dosis de jalabaca, un tipo de hachís falso usado para timar a los principiantes, que pese a oler igual se elabora a base de parafina, careciendo de efectos tóxicos o alucinógenos. Poncho se lo agradeció y llevándolo a trompicones hasta el rellano lo despidió, excusándose por las muchas ocupaciones que en ese momento lo atosigaban.

Del otro lado de la puerta el narco meditaba preocupado por las extravagancias de su hermano. Además, si no se andaba con tiento, ese incompetente acabaría por meterse en un lío. La policía lo detendría, cantaría como un pajarillo lo del fiambre enterrado en el desierto y terminarían arrestándolo a él también por la simple tontería de ser cómplice de asesinato, cuando siempre había sido muy meticuloso para evitar que lo pillaran en un renuncio. La sola idea resultaba irónica: atrapado por ayudar a esconder un cadáver del que ni siquiera conocía la identidad. Precisamente tenía que pasarle eso a él que guardaba en su palmarés, además de una pujante actividad empresarial, más de dos docenas de muertes a sus espaldas.

El narcotraficante tomó la decisión de vigilar los movimientos del criollo y de paso, para evitar males mayores, corrió la voz de que si a algún chingado cabrón se le ocurría venderle a su hermano el más microscópico miligramo de cualquier sustancia más dañina que el agua, lo rebanaría a conciencia, lo asaría a fuego lento, y daría de comer los restos a una jauría de perros hambrientos. 

Sintiéndose seguro en la intimidad de su casa Beny perfiló un plan para ejecutar su primera matanza. La llevaría a cabo en el desierto, lugar que presentaba muchas ventajas. Por un lado la probabilidad de dar con algún entrometido que interrumpiera su faena era remota, y por otro esquivaba el riesgo de que la víctima huyera en caso de que reaccionara después de suministrarle el estupefaciente. Además aquellas dunas habían sido el emplazamiento sagrado para sus antepasados. La arena infinita bebería la sangre del chivo expiatorio, encargándose de borrar cualquier vestigio inculpatorio que mandase al traste su brillante porvenir mesiánico.

Continuará...

 

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