Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XLVIII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
photo_camera portada chihuahua -Miguel Mosquera Paans

Pero si el ama era feliz con aquel aciago engendro, al que no obstante trataba con el debido afecto y respeto del que era acreedor por su condición humana, Charito estaba agradecida a doña Guadalupe por sus atenciones, su consideración y por el sueldo que puntualmente le pagaba cada primero de mes. Sobre todo teniendo en cuenta que su trabajo no era tan agotador, a excepción del paseo diario al que su señora la obligaba por aquel maldito paraje.

La arena caldeaba ya sus pies cuando Lupe vislumbró en la lontananza una silueta que en pie asemejaba estar rezando. No era de extrañar, no sería la primera vez que un desventurado se perdía por aquel andurrial, terminando por implorar al Altísimo que le otorgara la gracia de llevárselo para ahorrarle el sufrimiento de tan indigna muerte. Diligente ordenó a la criada dirigirse hacia la figura para prestarle amparo. En lugar de la muerte enviada por Dios hallaría la salvación.

Pero mientras desde aquella lejanía la presbicia de Guadalupe no le permitía identificar al desorientado, y como por otro lado Rosario no tenía ni la más remota idea de quien se podía tratar, ambas mujeres resolvieron apurar el paso para ir en auxilio del menesteroso.

El indiano observaba con desprecio el cuerpo que había dado con sus huesos en la fosa. Demudado con las prendas de la obrera se reconocía al fin el sumo sacerdote de la Santa Muerte, toda vez consumado el incruento holocausto. Blandiendo el infructuoso cuchillo que en su momento empuñara para intentar despellejar a su rehén, evaluaba si descender al nicho para clavárselo en el corazón o si se limitaría a lanzárselo desde la altura en la que se encontraba, evitando tener que subir luego desde la profundidad de la sepultura.

El criollo miró hacia la inmensidad del horizonte buscando inspiración para el dilema, cuando sus retinas registraron dos apocalípticas figuras caminando en dirección a él.

A Poncho, que gozaba de una perfecta visión, ni se le ocurrió dudar que la aparición era del espíritu de su madre acompañado de otro espectro diabólico vagando por aquel yermo convertido en su última morada, que venía hacia él con sed de venganza. Sin detenerse para cambiar la ropa, con los pelos erizados y la piel de pollo, se lanzó al asiento del coche arrancando el motor, escabuyéndose a toda velocidad.

A mitad de la huida discurrió que su seguridad quedaría comprometida si la secuestrada llegaba a sobrevivir, denunciándolo ante el retén de la policía judicial apostado siempre en la ladera sureste de la sierra. Pero al poco se serenó tras reflexionar que la pobre desgraciada estaba atrapada en un hoyo de casi dos metros de altura del que le resultaría imposible salir. Eso si llegaba a recuperar el sentido antes de que el sol cegador la matase por deshidratación, por una embolia, o si no se asfixiaba antes cuando el viento, moviendo las dunas, la sepultase definitivamente.

A escasos cuatro kilómetros de la ciudad, cuando al fin dejó atrás el desierto detuvo el coche, apresurándose en mudar los andrajos de la víctima por su ropa, deshaciéndose de las prendas que constituían el testigo infame de su fracaso. Las enterró bajo la raíz de un ocotillo para asegurarse de que el viento no la dejara al descubierto. Luego acomodó con mimo el hábito ceremonial que estirando los dedos había logrado pescar por los pelos, y ocultado el machete debajo del asiento trasero se marchó ya más tranquilo a casa, donde evaluar en la intimidad cada detalle de tan aciago proyecto.

* * * * *

Asomando desde la puerta de su oficina, el comisario Guerrero ordenó al detective Rojas que compareciera ipso facto ante él. El convocado posó la mano sobre el hombro de la ciudadana a quien en ese momento tomaba declaración por la desaparición de su hija, operaria de una maquiladora coreana que desde el final de su turno, ocho horas antes, no había regresado a casa ni dado señales de vida.

Escarnecida por la multitud de desapariciones, la desconsolada madre le tendía una fotografía reciente de la ausente. La instantánea procedía de la cámara de una compañera suya que la había retratado con motivo de su cumpleaños, no más la semana anterior.

—¡Es todo lo que tengo! —sollozaba la demandante entre súplicas al policía—. ¡Por la gloria de la Virgencita de Guadalupe, encuéntrenmela!

Rojas se excusó ante la peticionaria que desesperada permanecía embargada en un mar de lágrimas, para cuyo único consuelo disponible era la amabilidad de aquel servidor público que se aprestaba a escucharla.

—Ahorita ya regreso para el resto de los datos —se disculpó el oficial—. Mi jefe me llama y debo atenderlo.

Nada más traspasar la puerta de su despacho el intendente lo mandó sentarse, había novedades sobre el autor de la desaparición de su sobrina. De hecho, la mañana anterior había dirigido personalmente una redada en los suburbios capturando al infame responsable de todas aquellas desapariciones.

—¡Un indeseable! —gesticulaba el comisionado—. Un drogadicto pervertido que en su delirio se dedicaba a secuestrar y asesinar mujeres.

—Sí, pero ¿dónde están las víctimas? —preguntó Rojas consciente de que la hora de la detención y la de la nueva desaparición no coincidían—. O por lo menos, sus cuerpos.

—No lo recuerda. Declaró actuar siempre bajo el efecto de estupefacientes. En un momento de la confesión insinuó haberlos quemado, dándole de comer los restos a sus chanchos —rugió Guerrero considerando una insubordinación la suspicacia del inspector—. ¡Le digo que ya tenemos un culpable en la cárcel, que el caso está resuelto, y que le prohibo terminantemente investigar más sobre el tema, incluso volver a mencionarlo!

 

Continuará...

Más en Novela por entregas