Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega LII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Sigiloso cual apache, Emiliano Rojas desenvainó su arma reglamentaria y, camuflado tras la cortina de arena y el silbido del viento, se aproximó al indiano con la intención de matarlo. Era la única solución. El propio desierto se encargaría de pudrir su carne maldita y blanquear sus huesos sin piedad, de igual modo que diera cuenta de los cuerpos de las mártires.

Adivinando la que se avecinaba, Chavo hizo lo imposible por mantener en marcha el coche eludiendo ser percibido por el ajusticiador quien, armado con semejante pistolón, lo dejaría a él fuera de combate sin poder evitar que abatiera a su hermano.

Cuando Rojas al fin logró situarse a no más de tres palmos de la espalda de Poncho sin que este se percatara, lo llamó para que se volviera apuntándole directo al corazón, presto a liquidarlo sin más ceremonia.

Guerrero, que ya se había hecho a la idea de sus intenciones, montó a la carrera en su auto marchando a toda velocidad hasta el fatídico punto en que ambos se encontraban.

—¡Eh, tú, chingado cabrón! —sorprendió Emiliano a Poncho—. ¡Encomienda tu alma de asesino porque este fue tu último crimen!

Sin tiempo para réplicas apretó el gatillo en el momento justo en que el narco se abalanzaba sobre él variando la trayectoria del disparo, desviando así el impacto al vientre de su hermanastro. 

Rojas aún forcejeó con el inesperado asaltante, descerrajando otros tres tiros más que, pese a la resistencia del narcotraficante, resultaron certeros. El oficial miró entonces el rostro de su oponente y quedó estupefacto. Confundido observó al herido e incrédulo fijó de nuevo sus ojos en Chavo: se había equivocado, acababa de disparar a un inocente. 

Claro que se parecían, pero a quien él buscaba exterminar era al que en ese instante se debatía por desarmarlo. Aquel otro infeliz no se había tostado la piel en ningún solarium ni se había teñido el pelo, sencillamente era otro.

Dado que objetivamente desconocía la identidad de los demás implicados, Guerrero supuso que su subordinado había perdido el juicio al balear a sangre fría y sin piedad a un ciudadano desarmado y, en un acto reflejo, desenfundando su revólver cosió a balazos a Rojas, que malherido cayó sobre Chavo.

Ajeno al fragor de los disparos de su intendente, sin pensarlo ni vacilar, Rojas introdujo el cañón de su pistola en la boca volándose los sesos, desparramándolos por la arena y salpicando de sangre al narco, quien manchado aparentaba también muerto.

Al pie de los caídos Guerrero intentaba reaccionar. Aquello era una auténtica masacre. Conmocionado observaba a los occisos ignorando por qué Rojas había abierto fuego y sin saber qué hacer.

Ante la duda, previendo la que se le podía venir encima, antes de que nadie pudiera identificarlo y certificar que había estado ahí, Guerrero arrancó a toda velocidad echando tierra sobre tan aciago episodio.

El auto de Guerrero dejaba tras de sí una polvareda cuando el narco consiguió sacarse de encima el cadáver de Rojas, e incorporándose corrió a auxiliar a su hermano. Arrodillado sobre la arena sostenía sobre su regazo al agónico Poncho.

Bañado en un charco alimentado por la sangre que manaba de sus heridas, el indiano suplicó a Chavo que no lo dejara perecer ahí en mitad del desierto como a un don nadie. Si morir no entraba entre sus planes, aun asumiendo el final, lo que menos le seducía era fenecer en aquel lugar inhóspito donde pululaba el espíritu de su madre, quien con toda certeza se ensañaría con él hasta la eternidad.

Poncho sentía cómo la vida se le escurría del alma y, queriendo tener un gesto con su hermano, le desveló su verdadera identidad, rehabilitándolo ante la familia de la Casa Grande.

—Bastará con que solicites una prueba de ADN para ser restituido al lugar que por derecho siempre te ha correspondido —jadeaba agonizante con el aliento entrecortado—.

Ante la tesitura el narco evaluó la situación. No quedaba ningún representante de la ley vivo que pudiera relacionarlo con su actividad delictiva y, por otro lado, ese nuevo estatus le brindaría aquella consideración social que siempre había ansiado. Así las cosas aprovechó para abandonar su oficio y disfrutar de una nueva vida como respetable millonario. 

En cuanto a María, a la que había calado desde el primer momento, no creyó que le importase demasiado tomarle el relevo en el papel de hacendada, además de tener el convencimiento de poder proporcionarle satisfacciones que Poncho jamás le hubiera dado.

Emocionado y agradecido por el obsequio, Chavo procuró reconfortar a su hermano en los últimos momentos, aliviando su pesar por los horribles crímenes de los que se hacía acreedor.

Confesión por confesión, el narco reflexionó en las ironías que aguardaban en el destino de cada hombre, revelándole que no era ningún asesino. Jamás había matado a nadie. Poco después de haberlo ayudado a sepultar el fardo, movido por la curiosidad y albergando el interés espurio de poder extorsionarlo en algún momento si la situación lo requiriera, regresó al desierto para desenterrarlo, encontrando en su interior dos macetas y un candelabro.

Continuará...

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