Sobre dogmas y consignas

Agua al dulce sol de septiembre

Nunca he tenido claro si cuando salimos de nuestro entorno, de nuestra casa y nuestros amigos lo hacemos por huir o ir al encuentro de algo o de alguien. Quizá es por todo a la vez. O por nada. Por costumbre o ganas de desencontrar lo cotidiano. Por conocer o por olvidar. Hace unos días a mí me empujó un sol dulce. Ese que nos regala septiembre cuando está de buen humor. Le hice caso y mi decisión fue la de un viaje fugaz, cercano y sin grandes expectativas: El Monasterio de Piedra. No esperaba nada especial, solo tranquilidad y paseos por un entorno bonito, aunque un tanto artificial. Pero no fue así. Prodigio tras prodigio, la ruta fue magnífica. Pequeños, delicados puentes en el lugar preciso. Glorietas casi infantes. Caminos misteriosos. Grutas frescas como si se tratase de un abrazo de la madre tierra. Cascadas innumerables todas diferentes. Gotas. Balsas de agua serenada. Cascadas pequeñas y sumisas. Recodos melancólicos. Escondites entre la maleza. Hebras plateadas. Gotas brillando por un atisbo de sol. Balsas de agua serenada. Abanico delicado o bronco que se precipita una y otra vez. Bandadas inesperadas de palomas torcaces que se despliegan en un cruce de caminos. Y a la vuelta de un recodo el prodigio de La Cola del Caballo.

Era el río entero despeñándose, chocando contra las rocas, casi furioso. Rugiendo salvaje entre espumas al llegar un fondo trasparente y sin peso. Estatua de agua que se suicida locamente. Desesperadamente. Quizá fue así como saltó Safo desde la roca Leucade con su manto blanquísimo sonando por la fuerza del viento a su paso. Sonando como sonó su lira que había conmovido el corazón de la Grecia antigua.

Sombras verdes, amarillas, vacilaban, temblaban en el aire de aquel fragor, casi visible, de nube descendida. Estatua vertical de estruendo y agua. Árbol furioso entre espuma que asciende como arrepentida de su impulso. Clamor que inunda tanto como el agua liberada. El rio Piedra, tan humilde, se multiplica, cae una y otra vez de todas las formas en que es posible. ¿Dónde está la cuenca de aquel rio? ¿Cómo aquellas cascadas no inundan todo el valle? ¿Y qué fue de aquella ley física que afirma que el líquido toma la forma del vaso que la contiene? Porque aquí el rio partido en mil crenchas, que huye destrenzado como en un sálvese quien pueda, que parece no seguir más que su capricho, obedece a una mano sabia y magistral. Es la síntesis perfecta del hombre y la naturaleza que se agranda y perfecciona como una obra de arte ante su artífice. Trabajo colosal y difícil de Federico Muntadas que pule, embellece y agranda un aprendiz de rio –como se dice de nuestro Manzanares- hasta hacer de él una obra magnífica de pasión y vértigo.