La mirada de Ulisas

Capaces de denunciar lo que reviste injusticia e iniquidad

Bella Clara Ventura
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LA MIRADA DE ULISAS no pudo darle crédito a lo que sus ojos vieron. Si se lo hubieran contado le hubiese costado demasiado creerlo. Una vez registrada la escena y frente a los hechos, pensó: ¡estoy soñando, no puede ser! ¡Es una pesadilla! Aún poseída por mis recientes recuerdos, regresaba feliz y plena de la ciudad de Eilat tras haber asistido y beneficiado del fabuloso festival de música. Se desarrolla cada año y éste estuvo a punto de ser cancelado debido a la guerra. Afortunadamente, se realizó y alcancé a aprovechar el derroche de talentos que se desplegó frente a mis ojos y a mi corazón conmovidos. Mi aguda mirada estaba de pláceme. Me encontraba en una vibración muy alta, producida por los conciertos a los que asistí durante tres días inolvidables. La fiesta de los instrumentos y de las voces subyugaron mis sentidos. Pero, ante lo presenciado y la emoción ofendida no pude impedirme de frotarme doblemente la vista para borrar el riesgo de cualquier error. “Esto es imposible”, me repetí para anular la imagen… “y menos en Israel, la única democracia en la región que se precia de darles su lugar a las mujeres, igual que a los disconformes, los homosexuales o a aquellos que busquen la diferencia como modo de vida o de expresión”. Me hallaba en esas divagaciones cuando de nuevo presencié lo mismo: un escupitajo en plena cara de la mujer con su elegante chador, la pañoleta que se ponen las mujeres musulmanas en la cabeza. Estupefacta volví a restregarme los ojos una y otra vez para aclarar mejor mi visión, mas ya no cabía la menor duda que el hombre, con su cara de furia y palabras que yo no podía comprender, reproducía el mismo acto frente a todos en un elegante centro comercial de Dimona, al sur de Israel. El lugar escogido para una escala de regreso a casa luego de mi estancia en Eilat.  Es una zona donde viven muchos beduinos, que abrazan las leyes del Corán. Los hechos se sucedieron con la tranquilidad que permite la fuerza de la costumbre o la tradición. Una mujer hermosa, espigada y con ropa de cierta clase que mostraba moda y buen gusto, llevaba tres grandes paquetes a la mano mientras el hombre libre de todo bulto, que deduje debía ser su marido, le arrojó otra gran baboseada a los ojos. Por supuesto, acusé ese nuevo golpe de agua sucia en los ojos, como si me hubiese lanzado a mí el escupitajo. Lo percibí tan mío que no pude evitar sentir asco, luego la sensación se transformó en una rabia intensa que no logré controlar. De mis ojos brotaban llamas. ¿Cómo se deja esta pobre señora humillar de tal forma?, cavilé. Seguramente acusó en mi mirada la solidaridad mientras sus ojos se nublaban discretamente. Supe que había sufrimiento en aquel atisbo moro, que, si bien estaba habituado al mal trato, se estrenaba su queja. El dolor siempre se inaugura, mantiene esa característica. Aquel malestar ancestral que mi gran sensibilidad como mirada, que todo lo explora, sabe interpretar. A medio metro detrás la bella dama le seguía el paso al hombre, un señor de unos cuarenta años no más, y ella bien podía tener unos cuantos menos que él. Quise acercarme a ella y decirle que se revelara, que eso no puede ni debe ocurrir en pleno siglo XXI, pero una mano amiga me detuvo. “Ojo detente, guarda tu lugar, no te acerques ni intervengas que debe ser un lío familiar y en cuestión de disputas entre parejas no vale involucrarse, y menos cuando se trata de algo tan habitual para la mujer en su cultura sumisa, donde el derecho a la rebelión resulta inexistente. El hombre en cualquier momento las puede divorciar con solo pronunciar tres veces que ya no la quiere como esposa, siendo que ya es marido de tres o cuatro mujeres a la vez”.  Y mi mirada algo atropellada por esta realidad se preguntó en aquel momento de tanto abuso: ¿Y cómo es que en un país que clama la libertad de la mujer se permitan estas acciones? La respuesta no demoró en toparse con su eco. “Antes se les daba prebendas por cada esposa y sus hijos hasta que una nueva ley les impartió la orden del registro de una sola mujer, las demás no contarían para recibir ayudas ni subsidios. Así se descalificó la usanza, pero ya meterse en cuestión de culturas, la Tierra Santa se da a la tarea de permanecer muy respetuosa frente a las tradiciones de sus habitantes, a menos que ya tengan que ver con la justicia cuando se trata de crímenes”. Para mí, como la mirada de Ulisas que soy, aquel bochornoso hecho ante mis ojos representaba una transgresión y un acto de injusticia que debía tener su castigo o por lo menos un reproche. Nadie intervino. Quise creer que sólo yo me había percatado de la escena, pero una voz me aclaró: “Ulisas, este tipo de vivencias es asunto de ellos y sucede con gran frecuencia. Se manejan según sus propias creencias y sus costumbres” me murmuró la señal que me asombró.

Desconfiada y tratando de arreglar el mundo como toda buena mirada que no se permite quedar impávida, quise nuevamente acudir al oído de la desdichada y soplarle que no estaba bien recibir un trato semejante. Otra vez la mano amiga me impidió meterme en lo que no me correspondía. “Si llegas a pronunciar palabra para defenderla, la paliza que le espera en casa es de nefastas consecuencias. La ira del personaje se volcará sobre ella y lo que habrás alcanzado con tu intromisión es infringirle mayor escarmiento a la desvalida. Te aconsejo por su bien que te mantengas al margen de esta historia. Es la de ellos.” me advirtió.

No logré controlar mi pena. De mis ojos se desgranaron gruesos y abundantes lagrimones. Mi impotencia se traducía en tristeza. La misma que acusa mi mirada cuando pienso en la suerte de tantas mujeres en países donde la condición femenina es considerada cero a la izquierda o aún más una máquina de hacer niños sin sentimiento alguno, que debe plegarse a la voluntad o al manejo de su hombre como una vil esclava. Mi mirada nuevamente se hizo fuente de lágrimas al pensar en tantas mujeres que se ven obligadas a recibir tundas por parte del hombre, cuando en otros puntos del planeta han conquistado el derecho a la libertad de ser y de actuar. También “el deber” de no comerle cuento a ninguna provocación por muy usual que sea en las prácticas.

La mirada de Ulisas se expone a tantas situaciones, que ella misma como atisbo que es, se niega a pensar que la condición humana no se proponga  descubrir el camino de la evolución y de la toma de conciencia de que hay variados temas que se deben cambiar y dejar de infringirles a las mujeres el fardo de unas tradiciones y usanzas que ya no tienen razón de ser.

Todavía guardo la sensación de aquel escupitajo en mi propia vista. Se niega al olvido y me persigue como un mandato de denuncia que debe ser escuchado por doquier con la idea de que la mujer se empodere y no se deje utilizar como un simple objeto. Ella y todas las mujeres, con su presencia femenina como yo, cargamos en nuestra mirada la necesidad de ser escuchadas y tomadas en cuenta como seres de luz que somos. Podemos dar a luz a una nueva Humanidad. Espera el calor de nuestras miradas y la plegaria de un basta ya a cualquier ultraje. Los tiempos ya no son los mismos… y todas unidas desde nuestro vislumbre vehemente debemos ser capaces de denunciar lo que reviste injusticia e iniquidad.

Me nombró la presidente de un club de miradas que frenen la labor del hombre que impida el progreso y lo invitó a cambiar de actitud, sin por ello descartar la presencia masculina como un equilibrio que nos da el yin y el yang para actuar en unidad y concordancia. Somos las madres, gestoras de todo sexo, y las llamadas a la trasformación de sociedades machistas. Sólo generan padecimientos y las escupidas que mi alma guarda como fiel testimonio de que la mujer, por vulnerable que sea, no puede ser menospreciada jamás. Sus conquistas y sus devenires son de admirar.