Un gallego en la glaxia

Catástrofe

Tal vez sea un poco tarde para escribir sobre esto. Supongo que a estas alturas ya se habrán puesto todas las cartas sobre la mesa y todos los puntos sobre las íes. O tal vez, aunque todo ya esté dicho, haya caído en oídos sordos y no quede más remedio que repetirlo. Como vengo observando, al parecer los seres humanos no tenemos mucha capacidad de retención o el debido aguante para con los retos profundos. Nos los tomamos como una perturbación superficial que al rato pasa sin que nos percatemos de que detrás hay mar de fondo, que esa marejada tenebrosa no está sólo ahí afuera en el desarrollo caprichoso de los acontecimientos sino en las raíces mismas de la consciencia, por lo que volverá. Estoy hablando, claro está, de Gaza y la absoluta bancarrota moral que ese genocidio representa tanto para Israel como para todos nosotros.

Eso, según algunos, ya es mucho decir, pues implica un juicio respecto a la naturaleza del crimen que se está cometiendo, cuando el Tribunal Internacional de Justicia no se ha pronunciado todavía al respecto. Los tribunales, por otro lado, se toman su tiempo y no hay por qué esperar a que se pronuncien, cuando está perfectamente claro que según sus propias definiciones jurídicas no cabe otro veredicto. Además, los historiadores – y estoy hablando de los pocos con la suficiente integridad ética y profesional, tales como Ilan Pappé, Rashid Khalidi y Norman Finkelstein – han documentado cuidadosamente y plasmado en blanco y negro toda la trayectoria y génesis de esta debacle y sus ruinas circulares. Sus conclusiones no dejan lugar a dudas. A saber, que el sionismo, por muy lógico que pareciese en sus orígenes como respuesta a la persecución repetida y siniestra del antisemitismo occidental, es una ideología racista cuyo proyecto colonialista en Palestina comporta los patrones correspondientes de limpieza étnica, apartheid y genocidio incremental. Éstas son palabras mayores, pero la evidencia es demasiado abrumadora e incontrovertible para emplear otros calificativos. 

Lo que estamos presenciando es la consecuencia macabra de la larga cadena de atrocidades que se vienen sucediendo desde la víspera de la fundación de Israel en 1948 y que a su vez se desprenden del planteamiento etnocéntrico y exclusivista de dicho estado. El historial de este conflicto es la consecuencia directa del acto fundacional de limpieza étnica al que los palestinos denominan la Catástrofe o Nakba. Esa primera atrocidad, que los israelíes se empeñan en borrar de su memoria, ha desencadenado todas las demás. Los israelíes, a lo que parece, se aferran denodadamente al recuerdo de su sufrimiento colectivo en el que se escudan para justificar sus crímenes contra la humanidad. Y ahí está la tragedia, pues el sufrimiento no es ni judío ni palestino sino humano. Lo que no acabamos de entender es que la propia identificación tribal es lo que nos deshumaniza y nos vuelve despiadados. Pero las identidades no son más que memorias encontradas que como tales están más muertas que el polvo del último verano. 

Por consiguiente, tal vez la solución a este fratricidio genocida, que con el paso anodino de los días se está convirtiendo en una letanía de miserias consabidas y anunciadas, sea enterrar esas identidades muertas y, ya despojados de la mala sombra del pasado y sus etiquetas asesinas, encontrarnos como por primera vez en la hermandad anónima de nuestra humanidad más desnuda, vulnerable y compartida. Amen.