Sobre Héroes y Tumbas

David Foster-Wallace. Esto es Agua.

En una Ítaca muy distinta de la isla donde Penélope esperaba noche tras noche la vuelta de Ulises, nació varios siglos más tarde el escritor David Foster Wallace. Apenas comparten nombre la Ítaca estadounidense, situada a orillas del lago Cayuga en la parte central del estado de Nueva York, y su homóloga griega. Y, al contrario que Ulises, David Foster Wallace no fue ningún héroe. 

No lo fue por mucho que la crítica literaria de su tiempo lo quisiera encumbrar como a tal. Por mucho que las editoriales le colocasen la etiqueta de sucesor de Pynchon para vender más libros (aunque él siempre se sintió más cerca de la literatura de DeLillo). No solo no lo fue, sino que, a su pesar, durante el breve periodo de veinte años en que desarrolló su actividad literaria hasta su prematura muerte en 2008, Foster-Wallace se convirtió en un icono pop. Aún hoy, para mucha gente es más conocida su imagen (sus gafas sin montura, su pelo largo cubierto con una bandana y su cara de sabelotodo) que su obra.

Pero la razón por la que ocupa el tema de este artículo es el discurso de graduación que dio a los estudiantes de Kenyon College el 21 de mayo de 2005, más tarde recogido en el libro: This is Water.

Dos días después de publicar mi primera columna en El Diario de Madrid (Aquiles, Realidad y Mito), me encontraba discutiendo con un amigo el contenido de la misma. Mi amigo que me conoce ya desde hace varios años me dijo que estaba obsesionado con los mitos griegos. Le contesté que sí, que era una de mis obsesiones recurrentes. Que todos tenemos obsesiones temporales constantemente, pero solo dos o tres que nos persiguen toda nuestra vida; y esta, probablemente, fuera del segundo tipo. Entonces mi amigo me hizo la pregunta que justifica la presencia de David Foster Wallace en este artículo (o lo que es lo mismo, que justifica este artículo): ¿y no crees que, en tus ganas de ver mitos griegos a tu alrededor, no proyectas en el mundo algo que no necesariamente tiene por qué estar ahí? A lo que no supe qué responder.

Mi amigo me hizo una pregunta que ha sido recurrente a lo largo de la historia de la humanidad (que irónicamente con total seguridad formuló un griego hace miles de años): ¿Dividimos el mundo en categorías para entenderlo mejor o hacemos que el mundo se adapte a las categorías que hemos creado para él?

Si bien en ese momento no fue tomada por una epifanía, días más tarde, esta pregunta me llevaría a recordar el ya mencionado discurso de David Foster Wallace en Kenyon College.

Wallace empieza su discurso con una metáfora que resume en muy pocas palabras aquello de lo que va a hablar los próximos veinte minutos, así como en gran parte de su obra literaria. Dos peces jóvenes nadan despreocupados por el océano cuando se cruzan con un pez más anciano que les pregunta: ¿cómo está el agua hoy? A lo que los dos peces responden: bien. Una vez que se ha marchado el pez anciano uno de los jóvenes se gira y le pregunta al otro, ¿qué narices es el agua?

El mensaje de esta historia, en palabras del propio Wallace, es: que a veces las realidades más obvias, las más importantes, se nos escapan por completo precisamente por encontrarnos en el medio de ellas. Nuestras certidumbres se vuelven entonces una prisión que ni siquiera podemos ver. Somos esclavos de la subjetividad y sin embargo buscamos lo absoluto y lo eterno.

Y es que, aquí precisamente, es donde está lo paradójico. ¿Más conocimiento nos acerca o nos aleja de La Verdad? Las cosas que damos por supuestas vician nuestra visión de la realidad, pero si no damos nada por supuesto, ¿sobre qué podremos construir nuestro pensamiento? 

La realidad existe ajena a nuestra forma de ver el mundo, pero para nosotros esa realidad es incomprensible, necesitamos de herramientas que permitan hacer humanas las categorías universales. Entonces, si no podemos desechar los códigos y las palabras que utilizamos para describir la realidad, por muy tramposas que sean, ¿qué nos queda? 

Nos queda cuestionar por qué pensamos lo que pensamos antes de creernos en posesión de una idea única y original. Quizá así logramos tomarnos un poco menos en serio. Quizá así podamos empezar a entender cómo piensan los demás. Quizá, y solo quizá, de esta forma, logremos aquello a lo que nos exhortaba DFW, entrever una fracción de ese agua que nos rodea. La Realidad.