ORBAYADA

El Camino Primitivo

Asturias. Este fin de semana he vuelto a la tierra de mis ancestros o, por qué no decirlo, de casi todos mis muertos. La ciclogénesis desbarató nuestros planes y en lugar de ir en el coche cogimos el tren desde la estación Clara Campoamor en Chamartín a la de Oviedo. El mismo tren que, en sentido inverso, recorría mi abuela. Últimamente pienso en ella, recuerdo cuando íbamos a buscarla, una anciana elegante, vestida con traje de chaqueta, apoyada en un paraguas a modo de bastón y una eterna bolsa de tela y cuero; zapatos de medio tacón y reflejo entre azulado y violeta escondido entre su nevado pelo. Tenía carácter. Con ella no había protestas. Venía siempre precedida de sus maletas. Su equipaje era inviolable, hasta que lo deshacía al llegar a casa y sacaba cuatro jerséis de punto con cenefas en la manga y en un cuello, tan estrecho, que apenas entraba por la cabeza, por esa nociva costumbre de los españoles de la meseta de nacer con dos orejas. 

Nostalgia. Viajamos en un tren veterano que en nada será sustituido por un AVE nuevo y mutará su renqueo por la altivez de una liebre que alardea de llegar directa a la capital en apenas tres horas. Hace tiempo que lo estamos esperando. A mí me va doler olvidar los interminables viajes de siete paradas, una siestina y un libro de cuentos. Segovia, Valladolid, Palencia, León, Pola de Lena, Mieres-Puente desaparecerán en un instante para llegar a Uviéu. Al Intercity le tengo cariño y lo echaré de menos; porque a partir de León, sosegado y tardío, ofrece un paisaje abrupto y bronco donde la infancia y la juventud tropiezan con el verano y el invierno. Me siento fuerte y poderosa en ese pulso de colores y orgullo que lanzan las montañas asturianas. Las admiro. Dentro de nada, esta vorágine de verdes: musgo, brillante, enebro, pino, helecho y olivo, serán solo una mancha. 

Lluvia. En Oviedo nos esperan visitas obligadas, San Miguel de Lillo, Santa María del Naranco y San Julián de los Prados; la Sancta Ovetensis, la gótica Catedral de San Salvador; la prerrománica Cámara Santa con la Cruz de los Ángeles y la de la Victoria; la única Torre y Wamba, la campana más antigua de Europa. Ellas son el inicio del Camino primitivo, el que usaron los antiguos peregrinos para llegar a Santiago de Compostela. Catorce etapas que desde la catedral avanzan por el interior de Asturias y Galicia para confluir con el Camino francés en Melide. Con las credenciales selladas, nos despedimos de Alfonso II el Casto, el primer peregrino y el que fijó la corte en Oviedo, saltándose a Cangas de Onís y a Pravia que, a decir de algunos, tenían más mérito. Prometemos ante su tumba que seguiremos sus pasos e iremos a por la Compostelana, que ya dicta la catedral “Quien va a Santiago y no al Salvador visita al vasallo y olvida al Señor”.

Coraje. Almas buenas en una cena de gala benéfica para recaudar fondos en favor de niños con cáncer. Familias que mudan trabajo y costumbres para aliviar las enfermedades de sus hijos; la guerra de Ucrania y sus secuelas; trastornos de personalidad; parejas que desbordan angustia y tratan de restañar los traumas de niños de acogida. Todas, conocidas o no, luchan hasta la extenuación por ellos. 

Transgresión. El domingo a la tarde damos plantón a Mafalda que nos espera sola en el Parque de San Francisco. No parece importarle. La causa es justificada. El parque está precintado a causa del fuerte viento. No puedo contarle que gracias a ella gané un premio. Me reprimo y suspiro mientras observo asombrada como los transeúntes entran al parque por debajo del precinto. Aquí todos deben creerse inmortales o son Juan sin miedo. Es tarde. Echo de menos a Petra y a Perico, dos enormes osos que en mi imaginación siguen bailando tras un barquillo, girando sobre sí mismos como algunos de nuestros políticos.

Quitapenas. Camilo de Blas y Peñalba nos redimen mientras regresamos a Madrid a paso lento.


Maribel Barreiro es jurista y escritora. 

Autora del libro de relatos “De príncipes azules y otros cuentos”