Al oeste de Venus

La herida

Ana Álvarez
photo_camera Ana Álvarez

Cuelgan las luces de Navidad en el centro comercial. Celebramos que hace más de 2000 años nació un niño en Palestina. Rodeados de comida y luz, celebramos que un niño de Palestina sobrevivió a la matanza de inocentes ordenada por Herodes, el que asesinó a todos los bebés de un pueblo por temor a que alguno desafiara su poder. 

Un río de sangre que atraviesa la Historia, cruza el Mediterráneo y me alcanza mientras miro tintinear las luces del centro comercial. El mundo que me rodea gira y habla de cualquier otra cosa. Pero yo estoy sumida en un río de sangre y no puedo dejar de mancharme. 

Mi móvil sangra cada día y vierte pesadillas en mis manos. Mi móvil sangra padres que lloran intentando mover piedras demasiado pesadas para un cuerpo desalimentado, mientras otros padres los miran con ojos cansados. Pero un padre no se rinde hasta que encuentra un cuerpo, e incluso entonces, veo padres correr descalzos con niños rotos en los brazos. Mi móvil sangra jóvenes paralizados delante del portal de otras jóvenes, pañuelos ensangrentados que los vacían de esperanza. Mi móvil sangra ancianos impotentes ante una caminata imposible, sangra abuelas heridas abrazando a madres sin hijos. 

El centro comercial abre sus puertas y cada cual llega a su puesto. Comienza la función de cada día en un decorado lleno de fotos de niños vivos. El mundo gira y habla de cualquier otra cosa, pero yo pienso en Palestina. El creciente fértil, el lugar en el que se escribieron los primeros poemas, donde se plantó el primer jardín, la cuna de las primeras leyes. Oriente Medio, el gran otro del que todos venimos, el vientre ajeno en el que todos fuimos concebidos. 

"No matarás", dijo Moisés al bajar del Monte Sinaí, el quinto mandamiento resuena todavía hoy en las mismas piedras que pisan los muertos vivientes que atraviesan el paso de Rafah. También sobre aquellas piedras se escribió "ojo por ojo, diente por diente". La certeza de la venganza infinita me alcanzó ayer mientras paseaba por el centro comercial. 

Existe una palabra en árabe que no tenemos en español, que se refiere a algo así como una memoria genética, algo así como una herida tan profunda que se transmite de generación en generación, la memoria de una cicatriz que ni siquiera el fin de una vida y el principio de otra pueden cerrar del todo. 

El dolor humano, como el amor, es una fuerza creadora. Nos retuerce las entrañas y nunca vuelven a su forma original. Atraviesa cada muerte y cada nacimiento, atraviesa el tiempo y se transmite por la sangre, de madres a hijos en un mundo que los ignora, pero que por mucho que lo ignore, es producto de su dolor. La historia de toda familia es la historia de una herida que cambia de cuerpo.

La historia de cada judío europeo es la historia de un duelo inacabado, de una muerte inexplicada, de un asesino invisible, de la herida de la marginación, del odio colectivo, del exterminio sistematizado, del cuerpo mutilado y marcado para siempre. Existe una palabra en hebreo para hablar del Holocausto: "Shoá" significa desastre. 

La historia de cada palestino es la historia de un duelo inacabado, de muertos sin reconocimiento, de asesinos homenajeados, de un dolor que nadie escucha, del encarcelamiento de los inocentes, una injusticia que quema cada centímetro del cuerpo durante cada segundo del día, cuerpos de madres y padres sobre los que descansan, maman y pacen los niños. Existe una palabra en árabe para hablar de 1948: “Nakba” significa desastre. 

Israel es el hijo herido de Europa, una madre consumida en guerras internas que llamamos mundiales, y que se autolesionó hasta la barbarie. Una madre consumida en el odio antisemita y racista, de la que mamaron violencia sus hijos judíos. Israel fue para Europa un verdadero alivio: la expulsión del hijo y la expiación de la culpa. 

Los palestinos, que bien podrían ser iraquíes, afganos o sirios, son y eran entonces un pueblo antiguo sometido al racismo colonial europeo. Palestina fue una colonia inglesa desde 1920 hasta 1948. Hasta que Europa hirió lo suficiente a algunos de sus hijos como para que huyeran asustados de la casa de la madre, a buscar cobijo en un desierto donde habitaba un hermano bastardo, un medio hijo hasta entonces oculto, un pueblo más débil. 

Israel apaleó, arrinconó y encerró al árabe. El río de sangre que atraviesa el tiempo pudo entonces liberar aquel gran torrente acumulado del duelo judío inacabado, cambiando su curso para mojar todas las orillas. El río de sangre nos demuestra una y otra vez que ningún pueblo es el elegido. 

La sangre de los niños palestinos se vierte sobre el polvo gris de Gaza, sellando de nuevo la promesa de otra masacre, la certeza de la venganza infinita. Retorciendo entrañas que nunca volverán a su forma. La herida sigue en proceso de apertura, infección y contagio. Más humanos seguirán dando lo que reciben. El ciclo está a punto de reiniciarse por enésima vez. Nadie está a salvo: la violencia, la masacre, la guerra, el genocidio, el atentado y la muerte campan por la tierra a sus anchas y echan raíces en algunos sitios. La herida, como la humanidad, no entiende de fronteras. 

Celebramos en un mes que hace más de 2000 años, un niño palestino nació para morir y murió por nosotros. Para salvarnos. Ese niño dijo "Sé que has escuchado que ojo por ojo y diente por diente. Yo te digo que a quién te de una bofetada, le pongas la otra mejilla". Sé que suena a posición imposible, y lo es para nuestros hermanos que tienen las entrañas retorcidas de injusticia y de hambre. Somos nosotros, los hijos bien alimentados de Europa, los que estamos en posición de enmendar los errores de nuestra madre. Alto al fuego: es hora de dejar de reproducir la herida. Es hora de que nos salvemos los unos a los otros. A Dios ya no le quedan más hijos, ni más palabras.