La mirada global

Mentiras a demanda

Decir la verdad. Esa es la máxima a cumplir que muchos de nosotros hemos escuchado desde niños para ser bien considerados, en términos éticos y morales, y poder tener una buena desenvoltura dentro de la sociedad. Lo cierto es que tiene lógica. 

Cuando sostenemos argumentos veraces la gente confía en nosotros, nos mira con respeto y es más fácil establecer vínculos positivos y sólidos. Esto vale tanto para el trabajo como para la vida personal. En contextos juveniles y envejecidos. Entornos ricos y pobres. No hay diferencias. Sale por tanto a cuenta, al menos a simple vista, decir la verdad.

Pese ello, a lo largo de la historia las mentiras han formado parte del imaginario colectivo con mayor o menor preponderancia. Se miente para evitar una reprimenda en la escuela o en entornos laborales, quedar bien con amigos o familiares o ante conocidos, garantizando una mínima convivencia en armonía. Pero esta realidad no sólo afecta a ambientes rutinarios sino también a escenarios más elitistas como los negocios, la política o la prensa. 

Estos dos últimos ambientes, aunque han sufrido siempre a embusteros de toda calaña, se han ido sofisticando en materia trolera para desgracia de quienes creemos en la evidencia. Decía el jerarca nazi, Joseph Goebbels, execrable criminal pero lúcido estratega y promotor de la propaganda populista, que “una mentira mil veces dicha se convierte en verdad”. Un mantra muy real que se ha ido repitiendo exitosamente en el tiempo. No obstante, en la actualidad esta creencia ha evolucionado gracias a las nuevas tecnologías hasta provocar que el mentiroso sea protagonista, no excepción, y que sea cada vez más difícil diferenciar la paja del trigo. 

Hoy son numerosas las noticias engañosas y falsas, los bulos y las exageraciones faltas de rigor, presas de un sensacionalismo creciente. Aunque es más fácil contrastar, dado que tenemos mayor libertad de información y más recursos de filtración a nuestra disposición, poseemos más papeletas que nunca de ser embaucados por dirigentes o voceros cuyo objetivo final es enriquecer su ego y cuenta corriente. Por qué ocurre, se preguntarán ustedes. Pues por una razón doble. Un peligroso cóctel formado por la instantaneidad de Internet y la polarización. 

En la actualidad, las personas consumen información, ya no la leen, ven o escuchan. Esa transformación comercial ha venido acompañada de una rapidez inusitada, cuasi enfermiza, que impide consultar con calma y precaución las noticias que llegan a nosotros. Sin embargo, en un contexto tan sectario políticamente como el actual, este cambio de paradigma viene además trufado con el inquietante sesgo de confirmación. Ya no nos informamos tanto sobre lo que es importante, en base a unos principios periodísticos, sino de aquello que responde a nuestra ideología, escrupulosamente calibrado mediante tendenciosos algoritmos que examinan nuestra actividad digital. 

Ello ha desembocado en un modelo a demanda que prioriza los contenidos que encajan con nuestra opiniones, sean o no verídicos, sobre los datos comprobados y que verdaderamente debemos conocer como ciudadanos ilustrados. Una grave y creciente anomalía, alimentada por las empresas tecnológicas, que convierte a nuestra sociedad en sumisa, además de ignorante, y que nos aleja del ideal humanista que tanto contribuyó a lo largo de los siglos a conformar las civilizaciones avanzadas a las que aspiramos.