Tinta en la torre

El pizarrón quebrado

Ciertos sistemas están expuestos – por su naturaleza cíclica- a movimientos pendulares y periodos de decadencia y revivificación, remozamiento y decrepitud. Cumpliendo un mandato instaurado por las leyes propias de la evolución, las sociedades y la civilización, experimentan fases de reajustes en los que se evalúa con severidad y rigor la eficacia de sus métodos y el cumplimiento de sus propósitos. Tal parece ser el instante que vive la educación en el mundo entero. El modelo de perfeccionamiento humano concebido hace más de un milenio, diseñado en sus albores como centros de alta cultura y luego aparejado a las necesidades de los modelos industriales determinados por los vaivenes de la historia, hoy está amenazado por una crisis que ha confrontado hasta la utilidad de su existencia. Hablamos de la universidad, la institución que encarna de forma proverbial la ilustración y el conocimiento. Hoy, en la plenitud de la cuarta revolución industrial, la otrora laureada institución se encuentra agobiada y cuestionada por diversos actores que la juzgan anacrónica y, en muchos casos, superada en sus fines.

Esta crisis no es nada nueva. Los genios de la Escuela de Frankfurt ya sospechaban que la razón se instrumentalizaría y que la generación del saber entraría en una fase de pérdida de sentido. Solo que en la situación actual la requisitoria más airada a la funcionalidad de la universidad no proviene de un círculo intelectual privilegiado o un grupo de filósofos que solo le hablan a una franja especializada. Esta afilada admonición surge de un estado de cosas en el que confluyen el comportamiento aislacionista de ciertas academias, la muerte de algunas profesiones, la prelación de las habilidades, el desbocado ritmo eficientista de las empresas y una marcada reticencia de la educación superior a comprender fenómenos inatajables en el mundo contemporáneo. No hay que ocultarlo: la universidad vive un mal momento.

Aquí y allá, surgen teorías y recetas, fórmulas que prometen reconfigurar el sistema universitario y asegurarle un sitial determinante en la sociedad. Muchos creen que es un problema endogámico de las universidades que se superará con invenciones pedagógicas y renovadas propuestas didácticas. Hay quienes creen que el diálogo de las academias con los actores esenciales del capitalismo desaforado traerá la desnaturalización de las ciencias y, por ende, la cosificación del conocimiento. En una esquina y en otra pontifican, se escuchan discursos lastimeros, imprecaciones apocalípticas o desgastadas retahílas providenciales que prometen fórmulas mágicas. Lo innegable, es que la universidad hoy bordea con jadeos agónicos el abismo de la extinción.

Las noticias que se originan en los centros de formación del primer mundo que históricamente han sido referentes confirman las penurias del mundo universitario. Nick Bostrom, un pensador que ha entregado al hemisferio occidental estremecedoras reflexiones sobre el devenir de la tecnología y sus repercusiones en distintos ámbitos de la existencia, en abril pasado sorprendió con su renuncia a la dirección del Instituto para el Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford. Alegando dificultades para desarrollar sus investigaciones con la requerida serenidad, esta figura del pensamiento dimitió. Su salida causó escozor y polémica en entornos que seguían con interés la labor de este centro de pensamiento. También generó muchos interrogantes. En la carta (más alegato que misiva) en la que se despedía, acusó a la reconocida universidad de Reino Unido de problemas que creíamos desterrados de una institución en cuyos laboratorios y salones se han formado decenas de premios nobel. Luego, la publicación de un informe periodístico advirtió del considerable descenso de matrículas en este centro universitario. El tema, tratado con sigilo por la comunidad universitaria, ante el aspaviento despertado, no resistía más hermetismo. Así se confirmaba que la problemática se extendía a ambos lados del atlántico. No era un malestar exclusivo de las siempre rezagadas y esnobistas universidades del tercer mundo. Confirmaba, además, una tendencia mundial: la apatía de los jóvenes por las carreras convencionales y los ciclos formativos largos.

¿La celeridad de estos tiempos y la invasiva vacuidad de esta época hará inaplicable los enfoques de enseñanza que se construyeron sobre los pilares de la tradición? ¿Por qué mientras ciertas disciplinas evolucionan a un ritmo vertiginoso las universidades sufren un desfase generacional? ¿Será necesario el advenimiento de una entidad que se sustraiga de los esquemas de aprendizaje anquilosados y diseñe estrategias de potenciación cognitiva y emocional distintas a las ensayadas por siglos? ¿Hemos confiado en demasía en los métodos de la universidad sin osar cuestionar la valía de sus aportes a la sociedad? ¿Deben las universidades concentrarse en la investigación básica y profunda y endosarle a instituciones flexibles y adaptables la misión profesionalizante para no incordiar con las demandas exactas de un voraz mercado?

En América Latina el debate de la educación ha sido postergado. Aunque se proclama hasta el cansancio que en ella reposan las salidas al acentuado letargo cultural, la región ha sido incapaz de promover procesos de concertación equiparables al iniciado en Europa en 1999 y conocido como el Plan Bolonia. La inexistencia de un derrotero común y de marcos regulatorios que eviten la proliferación de universidades de cuestionable calidad, es un mal compartido por los países latinoamericanos. Esta situación se agrava por un determinismo infame, en el que las universidades prolongan inveterados beneficios de clase y perpetúan con sus títulos las abismales diferencias sociales.

No habrá respuestas concluyentes por lo pronto. Si vendrán, antes las esperadas convulsiones de un sistema que intenta rehacerse, experimentaciones de todo tipo, reconvenciones conceptuales de variada índole y tentativas gubernamentales para adoptar el modelo que se defina como ideal en cada latitud. Mientras las empresas avanzan en proyectos de instrucción propios con énfasis en el desarrollo de capacidades, estados y ciertos mandatarios aún abogan por esquemas normativos que promulguen el modelo quimérico. No faltarán los rejuvenecidos autodidactas, que bien sea en el aprendizaje de un oficio o en el desespero por arribar a una ínsula de ilustración, prefieran la soledad de un taller o una biblioteca para anular toda subordinación al aula. Ya sea en el aprendizaje de los rudimentos de la alfarería o en el dominio de las asonancias de un soneto, los maestros no faltarán. Con o sin universidad, los catedráticos de la vida florecen sin manuales.

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