Ingeniero y Académico

Rondallas Académicas y ambiciones sin principios

Hoy en día vivimos en una sociedad que parece alardear de una gran ilustración y un inusitado progresismo, un lugar en el que no sorprende que, una vez más, emerja la cuestionable aspiración de algunos señores eruditos que ambicionan ser investidos con la pompa de la nobleza. 

No hace mucho descubrieron que no era menester dejarse la hacienda familiar, la piel y la sangre en batallas encarnizadas al servicio de sus Reyes, a lo que el genial Quevedo respondió con aquel “Poderoso caballero es don dinero”. Más, en esta variedad de infortunio que vuelve a sobresalir en el siglo XXI, los que deberían ser baluartes del saber y la razón se ven seducidos por el insubstancial lustre de un escudo heráldico. 

Me refiero a un desafortunado informe redactado por una Real Academia que pretende sentar cátedra sobre la denominada Nobleza No Titulada y las Corporaciones Nobiliarias del Reino.

No deja de llamar la atención -y por ello debemos de señalar a algunos- que, desde las propias filas de los viejos linajes, algunos avalen una farsa. Una desdicha de decisión, sin duda lamentable, en la que un noble de cuna apoya un sorprendente desvarío, y así es que resulta un espectáculo observar como la historia y la sangre de sus antepasados pasa a ser un mero trámite en el mercado de las vanidades. Encarnecen su legado en una forma de desprecio a la esencia de lo que alguna vez pudo haber significado formar parte de ese algo que es la nobleza. 

La nobleza es una especie de estandarte familiar que se ondea con dignidad y honor. No se trata de una simple herencia, ni tampoco de un derecho, es por el contrario una obligación en la que se nace y que se transmite. Ese sentimiento que es propio de los viejos linajes, está encajado en lo más profundo del ADN de algunas familias y, su ventura, no es nombrarse con una calidad dentro de las asociaciones nobiliarias, sino saberse que forma parte de una identidad que ni se compra, ni se estudia, ni se adquiere, ni tampoco se nombra. En esta difícil explicación de lo que es ser un noble, no sorprenden los desleales, porque en ese acto de traición a la estirpe también lo hacen a la misma nobleza, a esa que ni reside en títulos, ni en tierras, sino que forma parte del alma, a guisa de obligación que se siente desde la cuna. Extraños, intrusos, advenedizos o ambiciosos, jamás podrán comprender el verdadero valor y, los que son, parecen ignorar la grandeza que se ha construido por siglos con acciones y principios.

Y hace unos días, a raíz de un discurso, leído a guisa de presentación y sin mayor trascendencia ni interpretación, ocurre que los afamados jurisperitos han querido elevarlo a “Declaración” -porque acogerlo como “Real Decreto” quizá les parezca excesivo-, y dar así un giro en las normas de la tradición, para que, con varios giros dialécticos abran las puertas de las Corporaciones Nobiliarias.

Estamos ante una retahíla de despropósitos que buscan el sentido dogmático, pero alejado del sentimiento, el cual es el verdadero valor. Lo otro, el simple análisis jurídico es una especie de lienzo que solamente quiere ocultar la codicia y, efectivamente lo hacen porque no han entendido nada de lo que realmente significa la histórica pertenencia a un linaje noble. Ese análisis del sentimiento no hace más que perder de vista la vieja y antiquísima realidad de la nobleza, que es, ante todo, un compromiso con uno mismo y con el mundo, una promesa de vivir con honor y dignidad más allá de cualquier reconocimiento mundano.

En medio de la oscuridad de la ignorancia, las viejas casas con “su sangre azul”, han guardado siempre, de puertas adentro, su forma de ser, transmitiendo por generaciones no solamente un patrimonio material, sino también el inmaterial y la riqueza espiritual, por eso hay que analizar que las sentencias académicas han dejado a un lado la extensión más profunda y clara de la nobleza, arrastrándolo a un mero currículum. La esencia más honesta de la nobleza no reside en la opulencia, ni en despuntar, la verdadera nobleza es desinteresada y ajena a méritos y suntuosidades.

La educación de un noble no se limita a la simple erudición, es una formación integral desde la cuna, lo que le otorga una elegancia del espíritu. Se trata por tanto de un proceso de formación que comienza en el nacimiento y que se extiende hasta la tumba, en un camino de perfeccionamiento constante en donde el linajudo mira siempre a sus pasados buscando su aceptación para bien del apellido. Los nobles son escrupulosamente educados para ser lo que deben ser, pero siempre hacía dentro, en sus casas, porque no hay nada que airear y tampoco nada que pueda afectar al ámbito de las ideas o de las emociones.

En el sentimiento de un noble se funden la pasión y la razón, la sensibilidad y la fortaleza, la discreción y la sobriedad, y todo esto se tiene que notar con la misma intensidad con la que uno piensa, llegando a provocar que su corazón sea tan vasto como su mente. La empatía hacia los semejantes y la compasión por los menos afortunados son algunas virtudes que se inculcan, sabiéndose, además, que la nobleza no es un privilegio, sino que es una responsabilidad contraída, un compromiso eterno con el prójimo y el cuidado de la familia.

No me cabe duda de que los nobles son los guardianes de fuertes tradiciones, las cuales toman como el mismísimo entorno, como la naturaleza, en donde se exige respeto y armonía, y también la tarea de preservar ese encargo para las futuras generaciones, porque esa educación transmitida es una llama que no se extingue porque está alimentada en el espíritu inmortal del linaje.

Así pues, la exclusividad que se exige en las entidades nobiliarias siempre se ha fundamentado en la imprescindible preservación de las tradiciones. Esos modos son el pilar de su identidad. Son además los guardianes de una historia y de un legado que fructifica con una genealogía de lazos comunes y con los hechos históricos de sus pasados, creando de este modo un tejido único de relaciones de sangre y compromiso que obliga a tener unas responsabilidades compartidas. Pertenecer a estos círculos no debe de entenderse como una simple cuestión de privilegio, sino que es la columna que mantiene viva una cadena ininterrumpida de costumbres, de valores y de conocimientos que son exclusivos de las viejas familias. Por tanto, en el contexto de la nobleza, la importancia de la sangre y de la línea de sucesión son aspectos cruciales que llevan a definir la pertenencia y la continuidad de los linajes, de ahí la vieja idea de que ciertas cualidades, deberes y derechos se transmiten a través del nacimiento, logrando así, que perdure como un concepto perfectamente arraigado a la cultura nobiliaria. 

La pertenencia a las más tradicionales entidades nobiliarias siempre ha estado intrínsecamente ligada a la ascendencia y la descendencia dentro de las familias más nobles, por lo que autorizar la entrada a individuos ajenos a estos linajes diluiría el propósito mismo de la colectividad y corrompería esa forma de patrimonio natural que han transmitido por generaciones. 

Así pues, excluir de estas asociaciones a personas completamente ajenas a los viejos linajes, se debe también a una necesidad de preservar la responsabilidad que carga en sus corazones aquella nobleza. Educación y transmisión, frente a un auto aclamado derecho por razón de mérito, el cual únicamente justifica el ego de unos pocos a quienes ya no les basta con ocupar los sitiales que por su esfuerzo les corresponde. La educación y la formación que reciben algunas familias desde la infancia están diseñadas para seguir siendo lo que son en sus linajes, y por el contrario, ese mérito que se moldea en virtud de los tiempos presentes, nunca podrá replicarlo ni adquirirlo.

La cohesión social y la solidaridad entre los miembros de las viejas casas (fíjense que evito decir “la nobleza” porque una cosa son los nobles y otra muy distinta la actual nobleza) son elementos clave que fortalecen su posición y su influencia. Las instituciones nobiliarias actúan como redes de apoyo mutuo en donde se comparten intereses y se promueve la colaboración. Y no me cabe duda de que son los iguales los que conducen el buen curso de ese río que se ha mantenido durante siglos, en consecuencia, la exclusión de “nuevos méritos” no viene más que a asegurar que el sistema permanezca intacto, una fórmula basada en la confianza y el entendimiento mutuo que las familias han sabido cultivar a lo largo de generaciones.

En resumen, cualquier persona de cierto valor debe conocer la importancia que tiene para la historia y para su vida el valor de la tradición, y, por tanto, querer descartar esa nobleza de mérito que sin duda se aleja de los principios en los que se basa la verdadera nobleza histórica, es una lucha por la preservación y por guardar una herencia milenaria, por proteger el patrimonio y continuar los viejos modos, así como también por mantener la cohesión interna en las relaciones familiares. 

Estos principios son fundamentales para entender la estructura y la función de las corporaciones nobiliarias que tan bien reflejan esa importancia que la nobleza otorga a la transmisión de su legado a través del tiempo y de la sangre. El resto se puede resumir con el célebre latinazgo, “Vanitas vanitatum omnia vanitas”, o como bien expresa el título de este artículo, rondallas académicas y ambiciones sin principios.