La música de la palabra

La seguiriya del Agujetas

Recuerdo que era el año 90. Recuerdo que me pasaba todas las noches escuchando flamenco en el bar La Soleá, que estaba en el corazón de Madrid, en una calleja del barrio gitano La Latina. Allí se cantaba hasta que llegara el alba. Una de esas noches tuve la oportunidad de conocer a Miguel, un guitarrista que había sido mesero de Vips, y se dio cuenta de que ganaba más dinero recibiendo propinas en el pequeño patio de La Soleá. También recuerdo a los aficionados de diversos oficios que acudían todas las noches a cantar, gente trabajadora y humilde, que encontraba en el arte flamenco un escape sublime y una forma de felicidad. 

Una de esas noches apareció el Agujetas, un gitano con un diente de oro, moreno y fornido, que medía dos metros o más. Se sentó a fumar hachís en una de las bancas del pequeño patio con un vaso de cazalla y, en cuanto la llamada del guitarrista le pareció oportuna, empezó a cantar. Recuerdo que alguien me dijo: “es el Agujetas, el mejor cantaor de seguiriyas.” 

Cuando el Agujetas cerraba los ojos para cantar, parecía entrar en trance, como poseído por algún demonio; el duende subía por las plantas de sus pies para llenar el aire del pequeño patio con una esencia invisible que conseguía transportarnos a un tiempo fuera del tiempo.

Las seguiriyas del Agujetas dejaban herido el aire. Su voz tenía diversos matices, a veces era delgada como un fino corte de navaja, otras, desgarrada y gruesa como un puñal que podría desangrar al silencio. A estos matices hay que añadir la descripción que hace Lorca sobre la seguiriya gitana, la cual puede alcanzar “las más infinitas gradaciones de dolor y Pena, puestas al servicio de la expresión más pura y exacta.” 

El ayeo del Agujetas tenía tanta fuerza que conseguía expresar el “dolor primordial,” que siente el lírico (como lo describe Nietzsche, mitad músico, mitad poeta) por haber sido arrancado de la madre naturaleza.         

El grito del Agujetas hacía reverberar los muros del pequeño patio de La Soleá, se acercaba mucho a lo que pensaba Lorca sobre el grito de la seguiriya: “La seguiriya gitana comienza por un grito terrible, un grito que divide el paisaje en dos hemisferios ideales. Es el grito de las generaciones muertas, la aguda elegía de los siglos desaparecidos, es la patética evocación del amor bajo otras lunas y otros vientos.” 

El grito del Agujetas era una elegía del tiempo, un lamento por cada segundo que muere inevitablemente; su voz escapaba de las celdas del alma para hacer vibrar a la Pena, dolor y placer al mismo tiempo. 

El ayeo de la seguiriya gitana expresa de manera simultánea la muerte y el nacimiento, la muerte y el amor, el sino y la muerte. Hay dos versos de Manuel Machado que dibujan de manera excepcional este contrapunteo de la seguiriya íntimamente relacionado con la Pena: “Madre, pena, suerte, pena, madre, muerte / ojos negros, negros, y negra la suerte.” 

Cuando la seguiriya encuentra el silencio lo deja preñado de Pena, así quedaba La Soleá después de cerrar, preñada de Pena. 

En la mañana el olor a café y a porras recién hechas se podía respirar mientras las palomas sobrevolaban las calles empedradas del barrio La Latina. por una de esas calles, el Agujetas se alejaba con la chaqueta al hombro caminando despacio. Buscaría algún sitio donde descansar y esperar a la noche, para que la luna y el vino de nuevo embriagaran su cante.