Tejidos

Ser Nadie

El mundo en el que vivimos, con su predisposición para ser admirados y lograr el éxito, nos impulsa a ser reconocidos como alguien importante, a destacar por encima de los demás. Sin embargo, este deseo de ser alguien está siempre al borde de la desaparición, no sólo porque inevitablemente tendremos que morir, sino también porque, únicamente desprendiéndonos de cuanto nos retiene, ofreciendo la nada para la expresión de lo indeterminado (“Feliz el hombre que nada es”, dice el místico Krishnamurti), podremos dar libre fluidez al universo. En lugar de afirmar nuestra identidad a través del dominio de la posesión, lo que debemos hacer es borrarnos para reintegrarnos a la totalidad, pues para ser todo sólo hay que ser nadie. En el tejido de la escritura los contrarios se funden y a la pérdida de identidad sucede el deseo de su recuperación, a la conciencia de no ser nadie el afán por ser alguien. Un fragmento de esa pérdida lo vemos en el viaje de Ulises, que es una representación del viaje del héroe mitológico, que sale de su patria, pasa por pruebas difíciles y regresa al hogar para recibir la recompensa con el triunfo sobre los pretendientes. Ayudado por la diosa Atenea, su protectora, “el fecundo en ardides” inventa dos estratagemas: la del caballo de Troya, que no se cuenta en la Ilíada, pero sí se narra retrospectivamente en la Odisea y en el libro II de la Eneida de Virgilio, y la lucha de Ulises contra el gigante Polifemo (Odisea, IX), en las que la astucia triunfa sobre la fuerza. En la segunda, al preguntar el gigante el nombre de su prisionero, Ulises le responde: “¡Cíclope! Preguntas cuál es mi nombre ilustre y voy a decírtelo; pero dame el presente hospitalario que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llama mi madre, mi padre y mis compañeros todos”. La errancia del protagonista, de la que hablan tanto su hijo Telémaco (“Que nadie consiguió conocer por sí mismo su propio linaje”), como la súplica de Polifemo a Poseidón después de ser burlado, que busca retardar el regreso de Ulises a Ítaca, como vemos en los episodios de las sirenas y de la visita al Hades, apunta a la revelación de las distintas máscaras que usa el héroe en su peregrinar, pues esa ausencia sin rostro pone de manifiesto que Nadie es lo que parece (“Por eso puede decirse que Nadie no tiene historia y que a la vez está en el fondo de todas las historias posibles. Nadie no tiene nada que contar, y no porque sea feliz, sino porque su identidad no es estable”, escribe D.González Dueñas en el Libro de Nadie). Al final, cuando el héroe regresa a Ítaca disfrazado de mendigo, sin que apenas nadie lo reconozca, abandona la máscara de Nadie (“el más ignorado de los hombres”), y la sustituye por la de Odiseo (“incansable en el dolo”), que le permite “conocer por sí mismo su propio linaje”. Gracias al cambio de máscara, a la transformación que se da en todo relato de viaje o aventura, Nadie le ha permitido llegar a ser Alguien.

El segundo fragmento relacionado con la restauración de la identidad perdida tiene lugar en el Quijote, donde el protagonista, mediante el desdoblamiento en Alonso Quijano y don Quijote, elige la libertad de actuar desde una situación concreta. De las tres referencias a Ulises que se dan en la novela, (I, XXV), (I, XLVII) y (II, III), la más importante me parece la tercera, no sólo por ofrecer un ejemplo de literatura dentro de la literatura, pues en ella se habla de las aventuras de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que circulaban ya por España y Amberes gracias a la difusión de Cide Hamete Benegeli, sino también por la distinción entre poesía e historia (“uno es escribir como poeta, y otro como historiador: el poeta puede contar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”, responde el bachiller Sansón Carrasco a don Quijote), distinción tomada de la Poética de Aristóteles, y que tiene que ver con el problema de la “verosimilitud artística”, según el cual la coherencia entre ficción y realidad se da principalmente a nivel textual y donde la narratio ficta, más parecida a la verba que a la res, va ligada a la aceptación de lo imposible (“Digo que el poeta no se obliga a decir verdad, sino verosimilitud, quiero decir posibilidad”, anota Alonso López Pinciano en su Philosophia antigua poética, IV, 2, 79). Desde este punto de vista, la verosimilitud artística, que permite al narrador inventar mediante la mentira y crear con ella la apariencia de verdad, haciéndola creíble, es lo que mueve la atención del lector hacia el mundo de “lo que parece ser”, propio de la ficción, resultando de ello que, cuando cae Alonso Quijano, que es Nadie, sigue en pie don Quijote, que, al ser un personaje inventado, nos ayuda ver lo que los demás no ven. Gracias a su capacidad para destruir las apariencias, don Quijote se convierte en Alguien, en el sujeto de su propia ficción. Entre ambos extremos, la realidad (lo posible) y la ficción (lo imposible), Cervantes construye el hecho literario como espacio autónomo, donde ambos elementos se combinan mediante la verosimilitud, en el que la verdad se obtiene por medio de la imaginación y el desplazamiento de Nadie hacia Alguien se percibe como un como sí, como un pacto entre lo que es y lo que debiera ser. Al entrar Alonso Quijano en la locura de don Quijote, la verdad y la mentira son los espejismos que se anulan en el discurso ficcional, que es inventado, y con esta invención Cervantes construye una realidad que no hay, para que el personaje literario pueda caminar libre y adaptar la realidad a su ficción caballeresca. Alejado de la realidad común, don Quijote logra, mediante su locura creadora, que los molinos parezcan gigantes y que el hecho de ser Nadie se convierta en algo nuevo, en la posibilidad de ser Alguien.

La figura de Nadie, como expresión de la falta de identidad, no está dada de una vez por todas, sino que forma parte de un proceso cultural. Desde el punto de vista estético, si en la época de Cervantes el uso de la perspectiva obedece a un relativismo de valores, en el mundo neoliberal del siglo XX, donde todos luchamos por ser Alguien, lo que prevalece es la simultaneidad (“Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agripa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”, escribe Borges en su cuento “El inmortal”, incluido en El Aleph), que contribuye a la visión universal de Nadie, pues al acoger a los distintos elementos o modalidades, “dios, héroe, filósofo, demonio y mundo” como una forma de no ser, Nadie se convierte en una gran realidad que abarca a todos por igual (“Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres”), de manera que la inmortalidad implica que la muerte se constituye en el fondo de la propia existencia, y al necesitar del complemento de la sombra o de la palabra, la muerte hace visible lo que no es. De ahí que la muerte, al ser el otro lado de la vida, carezca de individualidad y lo propio de la trascendencia de Nadie, su máximo desafío, sea la de dar acceso a la simultaneidad desde lo sucesivo (“Ahora somos nadie y yo. Y ahora no me siento solo. Ahora podría creer que sólo nadie es alguien”, dice Antonio Porchia en Voces), como si la nada que Nadie posee tuviera en potencia el todo que necesita. Marco Flaminio Rufo, el protagonista del cuento, busca el río legendario para conseguir una identidad, es decir, para ser otro, y lo que descubre es que la ilusión de ser Alguien sólo puede alcanzarse desde la eternidad del instante, que concentra la realidad entera y equilibra una nada con otra, el “Menos que Nadie” con él “Más que Alguien”, en la invisible unidad de todas las cosas.

La figura anónima de Nadie, como metáfora de la no-identidad, es el protagonista secreto de la Historia, que arrastra la huella de la nada inicial, anterior a la creación del mundo, y cuya invocación mágica, Cuius nomen Nemo est (“Aquel cuyo nombre es Nadie”), alude al demonio mismo y a las distintas máscaras que adopta. El relato de la expulsión del Paraíso (“Fue arrojado el gran dragón, la antigua serpiente, el que se llama Diablo y Satanás, el que seduce al universo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él”, Apocalipsis, 12: 7-9), no sólo alude al non serviam de la soberbia luciferina, sino también a la legión de los ángeles caídos, que son Nadie y conservan la mirada de la inocencia original. Tanto en la cultura occidental, centrada en la fijeza de la identidad y la constancia, como en la del lejano oriente, articulada sobre la fugacidad y la transformación, habitar poéticamente significa no estar apegado a nada, vivir “en parte donde nadie parecía”, utilizando las palabras de san Juan de la Cruz, pues el que no habita en ninguna parte siempre está desprendiéndose, alejándose de toda forma de retención. Ese desprendimiento supone una renuncia a la posesión y una apertura a lo otro que nos constituye. Y habitar en ese territorio intermedio, donde la escritura se forma, equivale a participar de lo incondicionado, que es ajeno a toda idea prevista, pues cualquier forma de intencionalidad líquida de raíz lo poético. Así lo expresa el Maestro Eckhart en uno de sus sermones: “No tengas ningún propósito ulterior en tu trabajo. Trabaja como si nadie existiese, nadie viviese, nadie hubiera venido jamás sobre la tierra”. Y algo similar sucede con los haikus, cuyo vacío hace más ligera la expresión (“La clara apertura, la anchura sin trabas del haiku, brota del corazón desinteriorizado, vaciado, del recogimiento a manera de nadie sin interioridad”, afirma Byung – Chul Han, al hablar de “Nadie”, en Filosofía del Budismo Zen). El ser Nadie lleva aparejado el no habitar en ninguna parte, el no aferrarse a nada en concreto, para quedar disponible, lo cual implica, a nivel estético, purificar el lenguaje, trascender las reglas de la significación establecida y abrirse a la transparencia de todo lo que es. Si no puede existir algo sin nada, el decir de nadie muestra una relación con lo que no abarcamos, pero nos abarca, con la presencia de lo desconocido, cuya ignorancia exige una entrega a lo irreductible. Ser Nadie equivale, por tanto, a generar una apertura sin límites, un espacio vacío que puede albergarlo todo. El que no sabe ser Nadie es incapaz de perseverar en sí mismo, pues le falta el canto, que es siempre una audición de lo íntimo. El no estar condicionado por nada apunta a quedar libre para comenzar de nuevo a ser. De este modo, el mundo entero se refleja en Nadie, que se sustrae a toda intervención ajena y se convierte en una exposición anónima, impersonal, en el espacio originario de toda creación.

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