Un gallego en la galaxia

Trauma

Tengo la impresión de que nuestra cultura y movimientos sociales se caracterizan por la prominencia momentánea de ciertos temas, causas o inquietudes. Fulguran un instante y luego desaparecen como estrellas fugaces. Algunos dejan rastro y a los demás se los traga la vorágine del olvido. No hace mucho florecía el movimiento contra el racismo y su legado colonialista de explotación, esclavitud y genocidio. Las manifestaciones se ensañaban con las estatuas de los próceres y mecenas cuya fama y fortuna habían sido adquiridas a fuerza de una sevicia despiadada hacia sus semejantes de color. Esa ola de indignación moral contra las injusticias e hipocresía congénitas de la historia parece haberse disuelto en espuma sobre la arena movediza de la indiferencia y la desidia. O puede que el paso del tiempo, que todo lo muele, sencillamente la haya hecho polvo.

Últimamente el relevo temático parece haber recaído sobre el trauma psicológico. Autores destacados como el canadiense Gabor Maté o el neerlandés Bessel van der Kolk, entre una plétora de médicos, neurólogos, psiquiatras y psicólogos, han divulgado el tema de tal manera que el término ha pasado a formar parte de nuestro discurso colectivo en virtud de su cualidad explicativa de una panoplia de la patología humana. La palabra, de origen griego, significa herida o daño. Y está claro que la abrumadora mayoría de nosotros arrastramos este tipo de secuelas, cuya arraigada naturaleza nos ata psicológicamente al pasado, generando una contradicción interna y existencial, con su conflicto y padecer innatos. Como si ese desfase en el tiempo nos aislase y alienase de nosotros mismos y de la realidad. 

La evidencia apunta a que las denominadas experiencias adversas de la infancia crean una plantilla o patrón que condiciona negativamente nuestra personalidad. Entre ellas se encuentran el abuso físico, sexual y emocional, la negligencia física o emocional, la violencia doméstica, el abuso de sustancias o la enfermedad mental en la familia y la separación o divorcio de los progenitores. El grado de intensidad traumática es proporcional al número de dichas calamidades que a uno le toque vivir. La resultante herida crea un foco de dolor insoportable del que intentamos huir. Esta angustiosa fuga conduce a toda suerte de dependencias paliativas que cubren la gama de la adicción tanto a las drogas, al sexo, al juego y la bebida, como al trabajo, la fama, el dinero y el poder. La esencia viene a ser la misma en los bajos fondos que en los estratos de la alta sociedad, a saber, el intento desesperado de rellenar el vacío interno creado por la persistencia de la violencia y el desamor. 

El problema, como podemos apreciar en los noticieros y en nuestras propias vidas, no es únicamente individual sino colectivo, transmitiéndose de generación en generación. Lo que estos traumatólogos se proponen es elevar el nivel de concienciación general sobre esta patología. Uno confiaría en que la urgencia y alcance manifiestos del fenómeno psico-traumático le concedieran un mayor calado y durabilidad que las acostumbradas moralinas de moda, pues nos atañe a todos. Pero para ello tenemos que asumir nuestra responsabilidad, no sólo sensibilizándonos al dolor ajeno sino abrazando y no evadiéndonos del propio. Tal vez entonces descubriésemos la compasión, que tanto brilla por su ausencia en el mundo entero. 

Rianxo, España, 09.08.2024