Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XX

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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El sirviente aún tenía fresca en la memoria la refriega que el patroncito armó en el Avalon en NY Four Bar, discutiendo con el DJ a viva voz y con la cara congestionada por el alcohol, encaramado a una silla intentando alcanzar uno de los adornos pendidos en el techo que, reflejando sus colores fosforescentes y en combinación con las luces de neón de la decoración, le dibujaban unos rasgos delatoramente oligofrénicos. Del asiento saltó directo hacia la pantalla del escenario, haciéndola pedazos, quedando ridículamente iluminado por los proyectores en tonos morados, verdes, rojos y azules, mientras en el escenario los músicos aceleraban el ritmo, atrayendo la atención del público para sacarle hierro a la actuación del beodo.

El fiel criado había soportado hasta la náusea la música electrónica de La Serata en medio de un ambiente encendido de licor, sudor y baile impetuoso, con Poncho transformado en un trompo lanzado de un lado a otro por los empujones de la clientela.

El empleado rememoraba la de veces que salió a la pista para rescatar a aquel botarate, golpeándose con cuanto encontrara a su alrededor, borracho hasta las pestañas, desafiando a todo sujeto acompañado de una mujer con arrebatársela, por fea que fuera, porque tal era el derecho de pernada que los Montero de la Casa Grande ostentaban por cojones a lo largo del territorio mexicano, en todo el Mundo y los límites de la galaxia, exponiéndose pese a tanto abolengo a recibir una buena somanta por parte de los increpados.

Eso sin contar la cantidad de oportunidades en que sobornó a algún ujier de la Universidad Americana del Noreste Campus Ciudad Juárez, para que el muy vándalo llegase a casa con la carrera terminada. ¡Y qué decir de las ocasiones en que, armado de chequera, hubo de solventar cuestiones de honra que su forzoso protegido había profanado en algún barrio humilde, más de una con penalti incluido, mientras su señora mamá vivía con el firme convencimiento de la rectitud de su comportamiento!

—Al menos saludarás a tu prometida —interrumpió Lupe amainando la discusión sobre lo inapropiado de alojar a la prometida en el apartamento—. ¡Es tan linda!

Rígido como si hubiera tragado un paraguas, manteniendo una razonable distancia, el criollo se aproximó a María plantándole un beso en la mejilla.

—Bueno, ahora ya pueden llevársela —apremió Beny—. No vaya a ser que la gente comience a murmurar.

La mamá resolvió que la española pernoctaría bajo el casto techo de La Cuerna y que, para evitar cualquier maledicencia o el más mínimo riesgo de escándalo, siempre que se desplazasen, irían acompañados de una carabina que garantizara el buen nombre de la futura esposa.

El chihuahuense se vio aliviado tras sacudirse a la atosigadora moza, congratulándose por la presencia de un cancerbero que la disuadiría de hostigarlo con su sedienta y kilométrica lengua.

La novia permanecía ajena a toda aquella disquisición. Para ella estaba muy claro que el juarense mariconeaba lo que le daba la gana y más, aunque le trajera completamente al fresco. Lo único importante ahora era resistir hasta dar el “sí, quiero”. Después ya se desquitaría de su indiferencia haciéndoselo con quien le diera la muy santa, real y puta gana. Y con apariencia dócil, coincidiendo con todos en la conveniencia de no correr el peligro de ver mancillado su honor, María accedió a acompañar a sus futuros suegros a la hacienda. 

En cuanto la insidiosa visita se marchó, Poncho se apresuró a salir a la calle. Le faltaba el aire. Se sentía agobiado y necesitaba diseñar una estrategia similar a la desplegada en Galicia para conjurar cualquier intento de su enamorada por asaltarlo.

En estos quebraderos de cabeza estaba cuando desde la acera le llamó la atención el letrero de un establecimiento al otro lado de la calle. Club Kentucky, se podía leer en grandes letras flanqueadas por la imagen de una lata de cerveza gigantesca. Nunca hasta ese día había reparado en la presencia de aquel bar y, decidido a disfrutar de un poco de relax e intimidad suficientes como para hilvanar sus pensamientos, cruzó al otro extremo entrando en la cafetería.

—Una Coronita —solicitó al camarero tras acomodarse en la barra—. ¡Que esté muy fresca, traigo una sed de muerte!

El barman examinó su rostro intentando reconocer a algún cliente que ya hubiera estado con anterioridad, hecho harto probable teniendo en cuenta que, pese a que el ayuntamiento mostraba un censo bastante superior al millón de habitantes, la popularidad del Kentucky hacía difícil dar con alguien que no hubiera pasado más de una vez por allí, hasta el extremo de ser más probable encontrarse ahí con un pariente que en una celebración familiar.

Con el vaso en la mano, Poncho aprovechó la coyuntura para estructurar todo un periplo de visitas culturales con el que mantenerse a salvo. Ciudad Juárez no era exactamente una localidad turística sino más bien una metrópoli de negocios pero, además de la zona antigua, disfrutaba de un buen número de puntos de interés. Al menos los suficientes como para mantener ocupada y prudentemente alejada a María. Mientras trazaba la hoja de ruta saciaba la sed, procurando de manera inconsciente el olvido entre jarra y jarra. Unas cuatro horas permaneció en el Kentucky bajando tragos por la garganta. Para cuando salió llevaba una lista escrita con letra temblorosa e ilegible de los lugares a visitar.

La relación incluía la antigua Presidencia Municipal, el Centro Cultural Paso del Norte, el Edificio Casa Sauer, el de Correos y el de San Luis Garitas los Metales, el Mercado Cuahutemoc, las misiones de Guadalupe y la de San Antonio Senecú; los museos de Arqueología, el de Arte e Historia, el del Valle y el Histórico de Ciudad Juárez del INAH, El Obispado, el Parque Central Hermanos Escobar, el del Chamizal, la Plaza de Armas y la Zona PRONAF.

Nada menos que diecisiete localizaciones o, lo que es lo mismo, tantos días de paseo sosegado sin sentirse acosado por las embestidas de la gallega. Incluso puede que alguno más si se demoraba un poco, considerando que necesitaría dos jornadas para completar El Chamizal. Y aún podía sacarle partido al Parque Monumento a Benito Juárez, la Plaza de la Cervantina, la de toros Alberto Balderas y la Monumental, al Parque Borunda y la Plaza del Fundador. Hasta valoró que, si la cosa no era suficiente, le quedaba un último cartucho, el desierto de Samalayuca, donde sería fácil perderse por lo menos durante tres días antes de ser “rescatados”, convencido de que la española pospondría toda pujanza ante el rigor climático.

 

Continuará...

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