Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Aquello rayaba lo más humillante que podía sucederle. No tendría más remedio que ordenar a la chacha que cambiara las sábanas embarulladas, convirtiéndose en la comidilla y el hazmerreír de todo el servicio. 

Palidecía ante la sola idea de que su vicisitud se viera en boca de tan insolentes indios, burlándose por lo bajo de un Montero, pero no le quedaba otra opción. Guardó la ropa femenina en un armario bajo llave y, tras llamar a la criada, le ordenó por su vida guardar silencio.

—No se preocupe, amito —lo tranquilizó la sirvienta—. ¡Cómo se le ha podido pasar por la cabeza que yo diría algo que pudiera perjudicarlo!

Y mientras con la mayor discreción Lupe recogía la ropa evitando ser vista por el resto del personal, Poncho se marchó renqueando en busca de María para pasearla cuanto pudiera.

La doméstica estaba sumamente preocupada. Aquel burrajo monumental que Beny se había dejado sobre la cama no era un mero accidente. La nativa comenzó a cavilar e, hilvanando la conducta reciente de su querido señorito con aquel infausto percance de volumen desproporcionado, quedó convencida de que le sucedía algo realmente malo.

En la limusina aguardaban María con Ernesto, quien por orden del propietario de La Cuerna se había convertido, no sin un montón de objeciones por su parte, en la carabina de la pareja. Con su vida debería responder ante él de que ni la más mínima sombra de duda pudiera planear sobre la castidad de los prometidos. Eso era lo que en verdad preocupaba al chófer que, conociendo al patroncito, aún no había encajado su abstinente arrebato.

Al indiano le costó un potosí tomar asiento y, más aún, disimular reprimiendo cualquier lamento por el dolor que lo demolía. Simulando alegría con una sonrisa forzada ordenó al conductor que los llevara a la Antigua Aduana, reconvertida en Museo de la Revolución, calculando que el paso lento exigido para visitar un edificio de esas características le haría más soportable el peregrinaje por las distintas salas. 

Al mediodía salieron a comer a un restaurante para que la turista pudiera saborear la típica gastronomía mexicana, con la intención de regresar por la tarde para completar el recorrido cultural.

Dispuesto a ejercer de impecable cicerone, acordó que Ernesto los acercara a Los Arcos.

—Te va a encantar, María —aseguró el anfitrión fingiendo emoción para ahogar su insufrible escozor—. Se trata de una cadena de restaurantes creada hace más de veinticinco años en Mazatlán, Sinaloa, en cuyos platillos sobresale la gastronomía regional preparada con pescados frescos y mariscos de la más alta calidad.

Agasajados con una cocina para gourmets, los novios disfrutaron de los mejores sabores del Pacífico mexicano, deleitándose con ancas de rana, mojarritas fritas y crujientes chicharrones de pescado.

Tras tan pantagruélico banquete regresaron al museo para recorrer las galerías pendientes de visitar. De esta manera Beny consiguió agotar el día y que, como dictaba el procedimiento, el criado se llevase a su incólume prometida bajo la custodia de La Cuerna.

Ernesto los conducía a casa del señorito en tanto la española no ocultaba su satisfacción por la jornada: había comido bien y visto cosas muy interesantes, divirtiéndose bastante.

—¡Es una urbe realmente hermosa! —exclamó admirada María tras la gira—. ¡No me extraña que la adores tanto!

Poncho asentía, aunque la motivación por el gusto no residía precisamente en el esplendor arquitectónico de la población sino más bien en que, dada su naturaleza fronteriza, era un lugar con una población heterogénea donde los indígenas era minoría. 

El chófer se detuvo ante el edificio del millonario donde este se apeó para, con una sonrisa fingida, despedirse de María tras darle un casto beso en la frente.

—Mañana será otro día —se despidió la joven entusiasmada—. Llegaré sobre las diez de la mañana. ¡A ver con qué me sorprendes!

El indiano entró en el piso derrengado y con aspecto doliente, e ignorando a Lupe se fue directo al dormitorio a descansar.

La preocupación de la criada iba en aumento. Una cosa era estar cansado después de pasar todo el día recorriendo la ciudad, pero su señorito no estaba fatigado sino hundido. Pese a la oscuridad de su piel, la fiel criada intuía que estaba pálido, aparte de entrar en casa encogido como si se encontrara enfermo.

La indígena, cuyo interés máximo en la vida era el bienestar de Beny, tomó la determinación de telefonear a su papá para informarlo de la situación. Ella no podía hacer otra cosa, pero el señor Benito gozaba de autoridad más que sobrada para llevar a su hijo donde estimase oportuno.

Acurrucado en el diván de su dormitorio, el indiano no estaba para aventuras ni juegos: aún convalecía por la hazaña de la noche pasada como para dedicarse a probar nuevos experimentos. Optó por meterse en la cama para intentar recuperarse del desfallecimiento que lo baldaba. 

Para no ser advertida, Lupe telefoneó desde la cocina a La Cuerna, donde el patriarca tomó buena nota de su preocupación. El señor Benito no albergaba la menor incertidumbre con relación a sus inquietudes, consciente de que Poncho era para la criada como un hijo más, hasta el extremo de que si lo colocaba junto a Chavo, para ella los dos eran hermanos sin discusión. Tranquilizándola, el hacendado se comprometió a ir a primera hora para arreglar la situación.

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Continuará...

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