Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXV

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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—¡Venga ya, Lupe! —protestó osco el indiano—. ¡Déjame en paz y métete en tus asuntos, que nadie te ha dado vela en este entierro! 

La criada porfió insistente sin desanimarse, hasta que Poncho alcanzó el límite de la irritación y, visiblemente malhumorado, le mandó callarse.

—¡Cierra la boca de una maldita vez! —rugió el juarense—. ¡Qué sabrás tú de nada!

Viéndose tan retada como ofendida ante la falta de sensibilidad por su preocupación, la nativa fue incapaz de morderse la lengua y entró directa a matar, clavándole sin reserva una estocada calculada.

—¡Claro que sé lo que pasa! —afirmó levantando la voz—. ¡Que vas a casarte con una mujer a la que no amas, renunciando a aquella por la que suspiras! No puedes hacer eso. Debes enfrentarte a tu padre, manteniéndote firme para alcanzar el amor de tu corazón.

Poncho se quedó de una pieza, asombrado tanto por la información privilegiada manejada por la doméstica como por la osadía de levantarle la voz, y aún por encima encarándose con él.

—¡Estúpida indígena! —reprochó Beny—. ¿Quién te crees que eres tú para abroncarme o decirme lo que debo hacer?

La respuesta no se hizo esperar. Harta de fingir y aguantar, tan indignada con la situación como por la indolencia de Poncho, hirviendo de rabia, la nativa estalló.

—¡Tu madre, pequeño mestizo estúpido y bastardo! —bramó enfurecida Lupe—. ¡La que durante nueve meses te llevó en las entrañas antes de parirte!

Al oírla Poncho se quedó estupefacto y lívido. Atónito clavada la mirada vacía en aquella mujer cuyo semblante había mudado de la mansedumbre a la más aterradora cólera de los indios avasallados por los conquistadores.

Lupe le explicó que, siendo una adolescente de catorce años recién llegada a La Cuerna para servir, una noche en que el señor Benito celebraba con unas copas de más el diagnóstico de que su mujer se hallaba encinta, la forzó dejándola embarazada. 

Abatido de arrepentimiento por tan desafortunado proceder, el amo de la hacienda se empeñó en protegerla siempre, a fin de cuentas llevaba en su seno otro hijo suyo, por más espurio que fuera.

Cuando la señora Concha entró en dolores de parto, la comadrona y un ginecólogo se desplazaron a la quinta para que el heredero naciera sobre el colchón marital, tal como exigía el modelo poco menos que ritual, aunque no fuera sino una excusa para evitar que en el paritorio alguien pudiera dar el cambiazo.

Al conocer la noticia de que el facultativo venía para asistir a la señora, la mancillada se entregó todo tipo de esfuerzos que adelantaran el nacimiento de su bebé, alumbrando apenas diez minutos después que la patrona.

Recayendo en ella la responsabilidad de amamantar a ambas criaturas por carecer leche suficiente la esposa del terrateniente, la nodriza aprovechó para intercambiar a los pequeños sin que nadie se percatase, ya que de hecho todo el mundo se hartaba de alabar el enorme parecido que Poncho guardaba con su papá, confundiéndolo siempre con Chavo.

Así Lupe se aseguró que su vástago fuera criado cuál hijo del amo de la heredad, cosa que en el fondo era una verdad como un templo, mientras el legítimo sucesor del matrimonio quedaba relegado a ser el chiquillo de la criada. Eso sí, siempre tratado con mucho cariño por don Benito, quien se sintió verdaderamente consternado al comprobar que su bastardo, en lugar de aprovechar la oportunidad que él le brindaba de realizar unos buenos estudios, prosperaba con la no tan honorable carrera de narcotraficante.

Durante años la sirvienta guardó el secreto, tanto de la paternidad de su hijo como el de aquella terrible violación y, por supuesto, del trueque de los recién nacidos, soportando todo tipo de tiranías y humillaciones con tal de ver cómo su retoño crecía haciéndose un hombre dentro de una familia rica y poderosa.

Nadie reparó nunca en la verdadera identidad de los chiquillos ya que ni siquiera a la señora le asombraba que Chavo guardase muchos de los rasgos del hacendado, mientras Beny, con excepción de su menor estatura y el tono tostado de su piel, no dejaba de ser su vivo retrato.

El parecido que los delataba como hermanos era patente hasta el punto que don Benito siempre mantuvo el convencimiento de que su esposa hacía ojos ciegos, o que su gran corazón la obligaba a darle todo el apoyo y cariño al hijo de la chacha por estimarlo en el fondo consanguíneo, y a la indígena una pobre víctima de las circunstancias.

Escuchándola, Poncho estaba completamente fuera de sí. No podía dar crédito a lo que oía. Colapsado intentaba asimilar todo aquello mientras veía cómo su vida se rompía en mil pedazos.

Ya no le llegaba con ser travestido sino que además era un indígena. En un segundo se había convertido en todo cuanto él más despreciaba. Ni siquiera era un indio sino apenas un simple mestizo, bastardo, maricón, y por si fuera poco un impostor, un detestable usurpador.

Poseído de toda la furia del infierno agarró a su madre por el cuello, zarandeándola de un lado a otro del salón.

Continuará...

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