Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXXIX

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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Si realeza, exploradores, científicos y, en definitiva, la humanidad quedaba excusada por los agujeros negros de la conciencia, ¿quién era él para juzgar la fuente de ingresos de un hermano, que por lo demás se manifestaba como un pujante empresario adaptado a los tiempos que le había tocado vivir? ¿Acaso la hidalguía de su sangre no merecía, junto a su coraje financiero, todos los respetos del mundo?

Además Poncho albergaba un interés especial en que Chavo lo ilustrase a lujo de detalles sobre aquel ignoto culto que lo catapultaría al estrellato de la religión. Chavo era grande, meritorio y digno de compartir con él todas las delicias y manjares que había ordenado al servicio disponer para aquel fraternal e íntimo ágape.

Pero antes de entrar en materia, el indiano quiso afianzar un conocimiento mínimo de las grandes culturas indígenas de su país. Equipado con una enciclopedia rememoró sus tiempos de estudiante, cuando se limitaba a repasar la generalidad de la materia obviando el meollo de las cosas.

A medida que leía creció en él un sentimiento de orgullo racial, haciendo suyas la historia o las gestas de los pueblos e insignes caciques mayas, aztecas, toltecas y olmecas, enzarzados en eternas guerras confesionales donde se dirimía, no ya la capacidad militar de cada contendiente, sino la supremacía con la que un dios podía inclinar la victoria hacia uno u otro rival.

Poncho se congratulaba por la magnitud de su arquitectura, cuyo genio se reflejaba en el diseño de unas ciudades de impecable ordenamiento urbanístico, estructuradas en plazas públicas, mercados, edificios de viviendas, estadios para el juego de pelota, palacios y santuarios de esplendor monumental. 

A través de aquellas páginas revivió el sacrilegio perpetrado por los conquistadores contra el oro sagrado de sus dioses, así como el expolio del más basto tesoro compuesto por tallas, utensilios de jade y terracota, testimonio manifiesto del florecimiento de toda una civilización hasta su decadencia.

El aprendiz de sacerdote se instruyó sobre la compleja estructura social y los privilegios reservados a la aristocracia, como el preciado cacao que el gran Moctezuma ofreció a Hernán Cortés, el primer europeo en catar la amarga y estimulante mezcla del grano con hoja de ceiba.

El juarense experimentaba la grandeza de la sangre fluyendo por sus venas, sabiéndose descendiente de aquellos hombres a los que la Pachamama otorgara el fabuloso regalo que constituía el maíz, unido al conocimiento necesario para cultivarlo, sintiéndose el depositario de la herencia cultural y artística más elevada, escrita con mayúsculas.

Repasó mentalmente Chavín de Huantar, el Palenque… hasta Chicén Iztá, como si reconociera milímetro a milímetro cada piedra con la que fueron erigidos.

Pero la apoteosis llegó con el Templo de la Luna y el Sol, aquella formidable pirámide que los antiguos mexicas levantaron con la fuerza de sus brazos, auxiliados por una tecnología cercana a la prehistoria. Desconocedores de rudimentos tan elementales como la rueda o el hierro, tal exigüidad no les impidió tallar los más hermosos frisos, movidos por la única voluntad que les procuraba adorar a sus divinidades.

El aspirante a mitrado repasó con fruición el hacer de aquellos hombres a los que los españoles denominaron salvajes por la aparatosidad de sus sacrificios. Enfrentados en un dilema teológico donde los indígenas justificaban sus inmolaciones al entregar el preciado don de la vida humana como ofrenda a sus deidades, reprochando a los conquistadores que abrazaran un credo asentado en el deicidio, inquiriendo quién era realmente más bárbaro.

El criollo se aleccionó sin desmayo en aquel sagrado rito que comenzaba cuando, tras una guerra tribal, el ídolo perdedor era encerrado en una jaula para ser humillado públicamente, seguido en procesión por sus adoradores vencidos, voluntariamente entregados a su pasión.

Alelado se asombraba ante la sensibilidad mostrada por los sacerdotes, quienes administraban narcóticos a las víctimas propiciatorias evitándoles sufrimientos innecesarios, acompañándolas bajo los efectos de las drogas en su peregrinaje por las interminables escaleras de los templos, para ser ofrendadas sobre el ara sacrificial en medio del fervor general de todos los devotos. 

Y después del clamor, el silencio. El oficiante descargaba con fuerza un cuchillo de obsidiana extraordinariamente afilado, asestando un golpe certero que cortaba la carne y abriendo las costillas llegaba al corazón, arrancándolo para mostrarlo aún latiendo a la multitud enardecida. Luego de obsequiarlo a la divinidad lo devoraba en caliente en una comunión mística que fundía a dioses y hombres en uno solo, y tras ello despellejaba a los inmolados enfundándose su piel desollada, devolviendo al mártir movimiento y vida como símbolo de resurrección.

Por un segundo el candidato a jerarca recordó las palabras del doctor Buendía haciendo referencia al singular travestismo del clero precolombino, aprehendiendo una comprensión nunca alcanzada, envanecido por la sospecha de que ni siquiera el eminentísimo catedrático llegó jamás a discernir. Se trataba de algo que, traspasando los límites de la experiencia mortal y supeditado exclusivamente al instante de la inmolación, abandonaba la condición humana para trascender al rango de lo divino.

En su imaginación el indiano fantaseaba sobre estas conjeturas cuando, rematada la lectura, se percató de que entre tanta parafernalia no figuraba ninguna reseña a la urbe ni a Chihuahua. Tampoco la menor referencia a los indios Mansos, que a él le constaba eran los antiguos moradores del lugar, conocimiento grabado a fuego con la vara de un maestro que le dejó escrito en su memoria infantil que fue por esa etnia que en el siglo XVII, Fray García de san Francisco bautizó con el ampuloso nombre de “Misión de Nuestra Señora de Guadalupe de Mansos del Paso del Río del Norte”, todo lo que hoy es Ciudad Juárez y la texana El Paso.

Poncho permanecía perplejo ante la idea de que algún cronista de mala muerte se hubiera permitido el lujo de obviar un linaje indígena tan importante como por narices sería el suyo, para acto seguido trastear por la biblioteca en busca de unas breves publicaciones que, con motivo de la conmemoración del quinto centenario, había editado el cabildo de regidores por orden del presidente municipal, donde se reflejaba la historia del lugar y sus pobladores.

 

Continuará...

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