Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXI

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
photo_camera portada chihuahua -Miguel Mosquera Paans

Pero lo realmente importante es que, para cuando se hubiera percatado, ya habría expirado su visado debiendo regresar a Galicia, mientras él se quedaba entero e incólume en su querida Ciudad Juárez, dándole tiempo a aclarar las ideas.

Beny regresó satisfecho a casa. Al entrar obvió a Lupe, en cuya mirada podía leerse un reproche en mayúsculas, no ya por el evidente estado en que llegaba, sino por haberse marchado prácticamente ante las narices de su prometida.

—Eso no ha estado nada bien, señorito —censuró la doméstica—. Un anfitrión tiene unas obligaciones, más aún cuando se trata de su futura esposa. ¡Debería estar avergonzado!

El indiano no tuvo demasiado en cuenta la regañina de la sirvienta. Estaba acostumbrado de toda la vida a escuchar e ignorar en igual medida lo que consideraba impertinencias, que él consentía por el afecto que la familia le profesaba. En algún momento llegó a juzgarla como su alter ego, la voz de su conciencia, o como un respetable bufón que gozaba de la prebenda de criticarlo, aunque en términos prácticos no le hiciera el menor caso. O quizá toleraba aquella insolencia porque, en el fondo, asumía en ella una especie de segunda madre. A fin de cuentas, salvando las distancias y por muy empleada que fuera, quedaba patente que era Lupe quien siempre había pasado todos los desvelos habidos y por haber para cuidarlo.

Poncho se retiró a sus aposentos dejándola refunfuñar, riéndose por lo bajo al compararla con un caniche que, a falta de tamaño, ladra fiero al mastín, pero sólo al estar lo bastante alejado de sus fauces. Cuando por fin atrancó la puerta rebuscó bajo el colchón las prendas femeninas para disfrutar de nuevo travistiéndose, aunque en esta ocasión se propuso probar alguna variante.

En pie ante el espejo sopesaba el diámetro de la empuñadura de la escobilla del retrete y la del cepillo de dientes. Llegados a este punto estaba resuelto a introducirse algo por esa oscura región donde terminan las piernas y comienza la espalda. En un inicio tanteó con el mango de la ventosa por el recóndito orificio y, apretando, empujó simultáneamente las nalgas de manera inconsciente para evitar el paso antinatural por lo que, desconociendo de manera objetiva el calibre del agujero en cuestión, estimando que o bien la abertura era harto pequeña o el asidero excesivamente grueso, se inclinó por ensayar con el instrumento dental.

El primer intento con este nuevo ingenio fue tan frustrante como el anterior, pese a que en esta ocasión optó por seguir insistiendo hasta que, en un arranque, logró colarlo por el recto. Pero ensartado con el extremo equivocado, para cuando quiso extraerlo experimentó cómo las cerdas le pulían a conciencia el ano hasta dejárselo en carne viva.

Visiblemente dolorido, observando medio mareado el útil ensangrentado, sintió vértigo y dado que la lesión se localizaba en un lugar inaccesible a la vista imaginó cuanto quiso y más. En un principio magnificó una laceración que lo pondría a su juicio poco menos que en riesgo de muerte ante tamaña hemorragia, para luego intentar tranquilizarse, consciente de que no estaba vestido en condiciones de salir corriendo a ningún centro de asistencia donde le prestasen socorro.

Después volvió a sentirse traspuesto al frotarse briosamente la zona con un algodón que, por el efecto de succión y la erosión que en su ignorancia se empecinaba en intensificar, salía empapado del vital fluido.

Por su cabeza pasó todo un remolino de pensamientos. Por un lado evaluaba el alto precio a pagar por ciertos disfrutes carnales, transitando de manera automática a reflexionar que semejante desgracia era, con certeza, fruto del terrible pecado que estaba cometiendo. Más tarde se centró en lo difícil que resultaba la vida del homosexual y lo poco gratificantes que deberían ser las relaciones con otros hombres o, cuanto menos, lo desgarradoras que resultarían en función de su intensidad. Aún evaluó que posiblemente se enfrentaba a sus últimas horas con la muerte más ridícula y mezquina que pudiera imaginarse un Montero, y finalmente, presa de una crisis de ansiedad, se desmayó cayendo al suelo y clavándose el mango del cepillo en una ingle.

Al volver en sí se sorprendió rodeado de un discreto charco de sangre. Mostrando un enorme hematoma que ocupaba parte del muslo y el pubis, sufría un intenso prurito en el nalgatorio irradiando hacia los testículos que, en aquel instante, más que en el escroto parecían estar envueltos por una enorme y colorada pelota de playa.

Maltrecho se sacó como pudo el atuendo y tirando de botiquín se embadurnó con todo lo que encontró. Primero se pinceló de mercurocromo. Sin embargo, al no parecerle suficiente, se empleó en untarse una pomada densa que no tenía ni idea de para qué servía pero, leyendo en el envase que estaba indicada para la gingivitis, le pareció un término lo bastante cargado de relevancia como para ser utilizado en un trance tan lastimoso y siniestro como el suyo. 

No hallando alivio en aquellos remedios atomizó a chorro un frasco entero de tintura de yodo sobre los genitales para, a la postre, envolverlos con primor en algodones que sujetó con un rollo entero de esparadrapo, dificultándole aún más el movimiento normal de las piernas.

Para mitigar el escozor del antifonario dio en el armario de primeros auxilios con una caja de supositorios de glicerina que rezaba el eslogan: “aplíquese directamente en la zona afectada procurando aguantar cuanto pueda antes de obrar”.

El accidentado extrajo una de aquellas calas del envoltorio aunque, considerándolas pequeñas en tamaño, juzgó que la eficacia estaría condicionada al número de dosis dispensadas, por lo que sin vacilar se introdujo media docena seguida, haciendo acopio de toda su perseverancia para que no se le escapara la tripa. Tras tan complicada intervención se puso un pijama, derrumbándose exhausto sobre la cama.

Esa noche Poncho durmió atosigado por terribles e infames pesadillas. Despertó sudoroso en el momento justo en que soñaba ahogarse en un mar de mierda para comprobar que había anegado la cama: los supositorios habían hecho que la naturaleza siguiera su curso cubriéndose de gloria, sin haberse percatado ni pudiendo evitarlo.

 

Continuará...

Más en Novela por entregas