Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXXI

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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De inmediato se puso en faena buscando por la red en el plantel de las más prestigiosas universidades madrileñas para acabar decantándose por la Complutense, de la que pese a no entender ni jota del significado que encerraba aquel calificativo, a la postre un gentilicio, le pareció lo bastante ampuloso como para cumplir con sus expectativas.

Luego revisó la lista de las distintas facultades hasta dar con el decano Bartolomé Buendía de Azpirrieta y Monistrol. Ese era a todas luces su hombre, no sólo ya por el cargo que ocupaba sino por la sucesión de “de” e “y” que componían su apellido, situándose a su juicio en un estamento social análogo al de un Montero de la Casa Grande del Valle de Arriba.

Poncho dispuso excitado todos los documentos para realizar los trámites necesarios y obtener vuelo a la mayor brevedad. A primera hora de la mañana contactaría con el eminente doctor para concertar una cita.

Aquella noche no durmió cómodo. La perspectiva de entrevistarse con un hombre tan sabio que lo librase de sus peculiares sufrimientos, unido al suplicio que aún arreciaba tanto en su cavidad oscura como en la región genital, no le permitieron disfrutar del descanso que necesitaba. Conciliaba el sueño al tiempo que las primeras luces del alba bañaban de sol la capital, cuando impertinente, sonó el zumbido del móvil.

—¡Aló! —saludó el criollo aún medio dormido—. ¿Qué se le ofrece a estas horas?

Era la mamá de Beny que llamaba alarmada por la falta de la criada. No había telefoneado la noche anterior porque tenían que acostarse temprano, madrugando para acompañar a María hasta el aeropuerto, pero Ernesto ya la había puesto al corriente de la inusual ausencia de la sirvienta.

—Seguro que le ha sucedido algo —comentó preocupada la señora del otro lado de la línea—. Ese no es un comportamiento propio de Lupe, además de haber transcurrido ya más de veinticuatro horas. Debes ir de inmediato a la policía para denunciar su desaparición.

Poncho gruñó dando a entender su desacuerdo. La última experiencia con la autoridad no le estimulaba lo más mínimo, por más que hubiera sucedido en España. ¡Como para acercarse otra vez a un cuartelillo! Por no mencionar que aquello era Ciudad Juárez, donde el comisario jefe ordenó instalar cámaras de vigilancia hasta en las grúas, evitando que los agentes descolgasen los coches sancionados para apropiarse del dinero de las multas. 

Si ya en el Viejo Continente había sufrido la humillación de que lo tomaran a rechifla, aquí se exponía aun por encima al más complejo entramado de corrupción imaginable. Eso sin contar que se les ocurriera acusarlo a él de la desaparición por considerarlo de sus más allegados, embate en ese momento inasumible dado que, en el estado que se hallaba, no se sentía en condiciones para fingir absolutamente nada frente a un interrogatorio.

El millonario ya se veía cantando como un pajarillo al segundo guantazo que le propinaran, ensuciándose los pantalones con todo tipo de fluidos, vestido con un traje a rayas y encerrado entre un montón de pervertidos dispuestos a dar rienda suelta a pasiones reprimidas durante quién sabe cuánto tiempo. Y por si fuera poco, corriendo el riesgo de que, enterándose de sus recientes inclinaciones, acabase convertido en la puta más disputada de todo el presidio.

No, no se encontraba con ánimos para ir a ninguna comisaria, por lo que sugirió a su mamá que, si el mayor preocupado debería ser su hijo, Chavito tendría ir en su lugar. Sin duda aportaría información para él por completo desconocida. A regañadientes, la señora Concha aceptó la propuesta, telefoneando a Chavo para que presentara la correspondiente denuncia.

Al narco le pareció bien. Aquellos ambientes no lo perturbaban en absoluto, a fin de cuentas la policía era su alter ego. Sin ellos los delincuentes no existirían y viceversa, dándose una peculiar simbiosis entre ambos oficios. Por lo demás, sabía de sobra cómo tratar con aquellos representantes de la ley echados a perder, raudos en matarse entre ellos por un mísero peso.

Aparte no debía temer encontronazo alguno: cualquier agente que pudiera identificarlo en su ascendente carrera delictiva, yacía dos metros bajo la arena de Samalayuca. Para todos los efectos no era más que un honrado ciudadano mexicano solicitando el auxilio de las fuerzas del orden.

Pese a todo, por pura cautela, consideró que sería más prudente usurpar la identidad de su hermanastro. Además de la ventaja de un mejor trato por ser de buena familia, exhortaba el eventual riesgo de que su filiación engrosara los archivos policiales.

Acostumbrado a tratar con todo un elenco de expertos delincuentes para aupar su biografía criminal, hacía cuanto menos un par de años que encargara una cédula de identidad personal a nombre de Beny, en la que por supuesto había ordenado insertar su propia fotografía, en previsión de que algún día se planteara la necesidad de suplantarlo. Para ello recurrió al más diestro perito del país, quien realizó una labor tan precisa que, pese a las cada vez más sofisticadas medidas de seguridad de última generación, logró ejecutar la mejor obra de arte mundial de la falsificación.

Antes de pasar por la jefatura, Chavo se acercó a unos grandes almacenes donde adquirir un traje de buena factura que le abriese más fácilmente las puertas. 

Elegantemente vestido fue a su destino, solicitando al vigilante de la entrada que lo condujera a un oficial para formular una denuncia. El centinela le franqueó con amabilidad el acceso, indicándole un agente que permanecía sentado tras su mesa mecanografiando un informe.

El inspector lo invitó a acomodarse mientras remataba un documento. El púcher hizo un rápido examen al escritorio: una bolsa casi vacía de aperitivos rancios, un pañuelo otrora blanco, acartonado por secreciones momificadas; un vaso de plástico orlado de un poso con pegotes resecos de café de expendedora y dos pilas de papeles en colores variados manteniendo milagrosamente la vertical. Un pequeño rótulo en madera daba autoría al prosaico circo de pertenencias: “detective Emiliano Rojas Marcos”. 

 

Continuará...

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