Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXVIII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
photo_camera portada chihuahua -Miguel Mosquera Paans

Especuló que Chavo podría estar en la Zona PRONAF, revisando palmo a palmo el Centro Internacional de Comercio, para terminar atravesando la avenida de Lincoln.

Tras aquel peregrinaje en que ya había pateado por completo la cuadrícula urbana apenas le quedaba El Chamizal. Lejos de la colorida guía de turismo dejó evidente haber examinado íntegramente el callejero, sin dejarse en el tintero ni una esquina del suelo urbano. La noche se había apoderado del cielo cuando se dio por vencido: o bien la tierra se lo había tragado o Chavo no estaba en la ciudad. 

Extenuado por el dolor, la tensión y el esfuerzo, regresó a su apartamento. Desde la seguridad del piso lo telefonearía sin informarle del motivo que lo urgía, citándolo para reunirse con él. En tanto urdía una trama convincente reflexionó con sorna el buen argumento que sería la desaparición de la criada, desistiendo inmediatamente de mencionarla siquiera.

En el instante en que salía sudoroso del ascensor se encontró de bruces con Chavo apoyado contra la puerta de su apartamento, quien llevaba un cuarto de hora pulsando el timbre sin que nadie saliera a abrirle.

—¡Maldito chingado! —increpó el indiano a su hermanastro— ¿Qué haces aquí? ¡Llevo horas buscándote por toda la ciudad!.—¡Ey, no mames, güey! Venía a visitar a mi mamá pero nadie contesta al llamador —respondió el púcher con su habitual acento burlón—. ¿Y a usted qué se le ofrece? ¿Qué me querías ver, las enaguas?

Poncho sintió un cierto alivio, invitándolo presto a entrar para contarle exclusivamente lo que le sobraba. A Chavo no dejó de parecerle tan irónico como sorprendente que su hermano hubiera sido capaz de matar a alguien. Lo tenía más bien por flojo, claro que el indiano había puesto en marcha una factoría de ficción, narrándole la trágica historia de una amante burlada que pretendía asesinarlo asestándole una cuchillada cuando él, en un acto reflejo por defenderse, había virado la hoja en dirección al corazón de la despechada.

El acomodado sudaba frío en aquel crucial momento. Acababa de poner su vida en manos del narcotraficante ignorando cuál sería su reacción. En cualquier caso su actitud frente al hijo de Lupe había dado un giro de ciento ochenta grados, y no por la necesidad, que desde luego lo acuciaba, sino porque ahora lo veía como al desposeído pero legítimo Montero, amén de ser el responsable de su flamante orfandad, y por si fuera poco, todo ello sin contar con que además compartían genes.

Chavo evaluaba aquella situación excepcionalmente lejos de su carácter pragmático y socarrón. Sin cuestionar que el indiano mereciera verse por una vez en un fregado de esas proporciones, él no podía olvidar que a fin de cuentas eran hermanos y que la sangre es más espesa que el agua.

El delincuente al menos sí lo tenía claro: jamás le cupo duda de que las atenciones del señor Benito venían justificadas por su parentesco. Además, dejando al margen que a diferencia de Poncho su piel era significativamente más blanca, el cabello negro como el azabache y unos veinte centímetros más alto que él, bastaba mirarlo para verse en un espejo.

De hecho resultaba inconcebible que su hermanastro no se hubiera percatado en la vida de aquel parecido, asumiéndolo como torpeza en lugar de omisión al constarle que Poncho era incapaz de disimular. Con toda certeza nunca reparó en tamaña semejanza por ser de una casta demasiado superior como para caer en tan insignificante detalle o simplemente porque, pese a criarse juntos, al no sufrir las penalidades y carencias que le tocaron vivir a él, jamás tuvo que estar pendiente de tales pormenores.

Por otro lado Chavo sentía verdadera admiración por su hermano. El narco era muy consciente de que, por mucho dinero que llegase a amasar, jamás gozaría del respeto de nadie. Que sus semejantes le cedieran el paso obedecía al brutal terror que infundía la posibilidad de morir a tiros en cualquier esquina oscura por un quítame ahí esas pajas con un tipo de su calaña. 

En el fondo de su alma Chavo sentía el reverente respeto que todo indígena le debía a un español de tan noble cuna, estatus del que se sabía completamente excluido por más que le pudiera incomodar.

Además aún quedaba un resquicio de gratitud hacia Beny que, desconociendo el parentesco que los unía, le había permitido compartir infancia y juegos con quien para todos los demás estaba vedado pisar siquiera bajo el mismo techo. El marginado se consideraba en este sentido un privilegiado cuya ventaja frente a los hijos del resto de la servidumbre, bastante más andrajosos que él, siempre supo capitalizar en su favor arrancándoles sumisión y otras prebendas.

El traficante jamás había visto esa mirada de desesperación en los ojos de su hermano, cediendo decidido a ayudarlo.

—¡Bueno, güey! —preguntó cansino el salvador—. ¿Y quién me has dicho que es esa pava a la que mataste?

El narco estaba a punto de desatar el cordel que fijaba el interior del fardo cuando el indiano reaccionó apartándole la mano.

—¡Qué más da! —exclamó agitado—. ¡De algunas cosas, cuanto menos se sepa mejor!

Chavo asintió en señal de aprobación y, abandonando todo interés por conocer la identidad del finado, pasó a darle instrucciones precisas acerca de cómo actuarían. Antes de nada iría a por su Hammer para meterlo en el garaje. Al estacionar le mandaría una llamada perdida para que, evitando ser vistos, bajara el bulto metiéndolo lo antes posible en el espacioso maletero, marchando luego al desierto de Samalayuca a enterrarlo.

Continuará...

Más en Novela por entregas