Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXVI

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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—¿Quién más lo sabe? —aulló apretando con mayor firmeza aún los dedos alrededor del gaznate de Lupe—. ¡Contesta, maldita bruja del demonio!

Intentando tomar aire para no ahogarse, la criada luchaba por su vida al extremo de sus fuerzas, clavando las uñas en los dedos de su hijo con cuánta energía era capaz para que la soltara, cuando Poncho reparó en que si no aflojaba la presión nunca podría responder a su angustiosa duda.

—¡Sólo yo! —vociferó Lupe cuando al fin liberada recuperó el aliento—. Si alguien más lo supiera no habrías disfrutado jamás de esa vida regalada por la que tanto me sacrifiqué, maldito pequeño indio bastardo.

Aquellas palabras calaron en lo más hondo del juarense quien, enajenado, le propinó un puñetazo en la cara con tan mala fortuna que, perdiendo la víctima el equilibrio, aterrizó en el suelo después de golpearse en la frente contra la esquina de una mesa, manando la herida abundante sangre que formó un charco alrededor de su cuerpo tendido.

El agresor no sabía qué hacer. Arrastrándola la acomodó sobre la alfombra y, con la esperanza de que aún estuviera viva, le propinó sin resultado una docena de cachetes para reanimarla. En un vano intento por restablecerla, tras un viaje relámpago volvió del aseo con una toalla empapada en agua fría para refrescarla, sin conseguir que moviera ni un solo músculo.

El criollo se sentía perdido. Acababa de matar a alguien y, por si no bastara, se había convertido en el asesino de su madre. Pensó que ya no podría suceder nada peor cuando cayó en la cuenta de que debía deshacerse del cadáver. 

Aprovechando la toalla, sin dilación se puso a limpiar con toda premura el suelo ensangrentado. Tras comprobar que no quedaba ni la más microscópica evidencia de la hemorragia, tiró el lienzo sobre el cuerpo inerte de Lupe, envolviendo todo con la alfombra sobre la que permanecía tendida.

Luego trasladó el bulto a sus aposentos privados asegurándose la mayor discreción, y para garantizarse el anonimato de su crimen revisó habitación por habitación cada estancia de la casa, verificando la ausencia de alguien que pudiera delatarlo.

Encerrado con llave en su dormitorio respiró por un instante, volviendo a angustiarse ante la idea de no saber qué hacer con el fiambre. Poncho juraba en arameo trazando un plan inverosímil hasta que se acordó de Chavo. Él sí sabría cómo solucionar aquel problema, no en vano, ejerciendo como púcher, seguramente se habría visto obligado a liquidar a más de un adversario en su corta pero intensa carrera delictiva.

El indiano intentó mantener la lucidez hasta reparar en que el narco no era la persona más idónea para ayudarlo en semejante trance, el cuerpo no pertenecía a un forajido cualquiera sino a su madre. Pese a todo, evaluando a fondo la situación y por mas paradójico que pudiera resultar, su hermanastro era en esa vicisitud el único en quien podía confiar para que lo ayudase. 

Si dejaba bien envueltos los restos, con la excusa de no volver a empaquetarlos, se las arreglaría para no tener que confesarle la identidad del difunto. Y si se enteraba, ¿qué más podría importar ya? Con certeza el muy criminal desenfundaría su fierro y ahí mismito lo abalearía, pero poco le quedaba ya por perder en aquellas circunstancias. 

¿Acaso no era mejor suerte morir en ese momento de un tiro que terminar en una cárcel mejicana, siendo un mestizo impostor y maricón, condenado a desayunar a diario todos los burritos de los presidiarios, quienes no cejarían en taladrarle un ano que por lo demás ya se había encargado él solito de destrozar con el cepillo de dientes, escociéndole aún de lo lindo?

Poncho necesitaba serenarse. Cerrando con llave la puerta de su habitación tras de sí para que ningún ojo indiscreto pudiera acusarlo, se marchó al Kentucky a tomar un whisky doble, o triple si fuera necesario, para obtener el aplomo suficiente que le permitiera abordar aquel desastre.

El criollo se estrujaba las meninges. Con los codos apoyados en la barra del bar y sosteniendo la cabeza entre ambas manos, cavilaba que antes de nada debería hablar con su hermanastro. Justo marcaba su número cuando reparó en que aquella no era una conversación para sostener por teléfono. Tendría que salir a buscarlo para solicitar su ayuda. Le pagaría cuanto pidiese, pero estaba claro que esa plática no podía tener lugar ante testigos ni dejar otra evidencia que su voz en los oídos de su pariente. 

Solventado este punto, convocaría al servicio para deshacerse de todo aquel molesto personal. Una noche libre le pareció en principio buena idea, retractándose de inmediato al sopesar que semejante regalía levantaría incómodas sospechosas.

Desde luego resultaría menos extraño ocuparlos a todos fuera de casa. A Rosario, la cocinera, le encomendaría ir al mercado a buscar cúrcuma de Madrás genuina de Paquistán, apercibiéndola de que recorriera todos los establecimientos precisos antes de que se le ocurriera regresar sin el encargo.

A Ernesto le ordenaría llevar el coche a limpiar, con la exigencia de que los fondos llegaran a relucir como si estuvieran encerados, bajo la amenaza de que realizaría la oportuna inspección, mandándolo de vuelta cuantas veces estimase oportuno hasta conseguir que la llama de una vela se reflejara en el fondo del automóvil.

A Justina, la camarera, la enviaría al Parque del Chamizal para limpiar en el río Bravo las cortinas de una de las habitaciones de invitados hasta que lustraran y, al no tener ni idea de cuánto podría tardar, decidió que ganaría un respetable margen si con una llamada anónima la denunciaba a la policía de fronteras, acusándola de ser una espalda mojada disfrazada de lavandera. Aunque en México esto no constituyera delito, existía un acuerdo entre las autoridades de ambos lados de la línea para contener la migración ilegal, con lo que ya se encargarían los funcionarios de aduanas de retenerla el tiempo necesario para identificarla, disponiendo él así de holgura para ejecutar su plan. 

Continuará...

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