Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXXII

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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En cuanto la máquina lanzó al aire el último campanillazo del renglón, el polizonte tiró del papel inserto en el carril, colocándolo con destreza sobre una de las hileras sin que se cayera, interesándose por lo que se le ofrecía al denunciante.

—Buenos días, me llamo Benito Pérez López. Mi papá es don Benito, dueño de la hacienda La Cuerna —saludó Chavo presentándose con la personalidad del indiano—. Venía a denunciar la desaparición de mi sirvienta, Guadalupe Ramírez Tzacahualt, de la que nada sabemos desde hace veinticuatro horas.

El oficial Rojas escrutó a su interlocutor de arriba abajo todo cuanto le permitía la posición en la que ambos se sentaban. Si por los guachupines en general mostraba un profundo desprecio, dadas sus diferencias de criterio a la hora de explotar la riqueza nacional, lo que sentía en particular hacia los gallegos era el más intenso odio por sus excentricidades clasistas, no en vano él se había criado en una hacienda donde sus padres servían como jornaleros, falleciendo de la más insignificante fiebre, tanto por escasez propia de recursos para atajar una simple gripe como por la criminal falta de atención de los dueños, quienes minusvaloraron sus vidas por tratarse de indígenas.

—¿Y de qué me ha dicho que la conoce? —preguntó el oficial incrédulo—. No es habitual que un gringo denuncie la desaparición de una india.

—Es una criada del rancho de mi papá —contestó con inocencia el interpelado—. Siempre ha vivido con nosotros, hasta el extremo de considerarla como de la familia, pero hace más de un día que no tenemos noticias de ella.

Rojas permaneció inmóvil manifiestamente impresionado. Era la primera vez que se encontraba con un gallego preocupado por una nativa, lo que por un momento le hizo reflexionar sobre la generalidad de los españoles y el sordo rencor que le inspiraban. Sin duda no se le borraría de la memoria el rostro de aquel adinerado que mostraba algo más de compasión de la que hasta entonces pudo observar entre sus compatriotas.

Tras tomar declaración de cuantos datos estimó oportuno, Emiliano se comprometió a mantener al señor Benito al corriente de todas las novedades sobre el caso, a petición del propio Chavo, por considerarlo el destinatario idóneo para seguir el curso de la investigación.

—Siendo el cabeza de familia deseará disfrutar de cualquier primicia —alegó Chavo rehuyendo codearse asiduamente con las autoridades—. En cualquier caso, él se encargará de informarnos al resto.

* * * * *

Ajeno a todo aquel enredo, Poncho ultimaba los preparativos de su visita a Madrid para reunirse con el eminente psiquiatra.

Conseguir una cita urgente fue un auténtico pulso con la auxiliar de clínica quien, atrincherada en lo ocupado que estaba el doctor, barruntaba la imposibilidad de consultarlo antes de pasado un año. Explorando todas las posibilidades y sin escatimar detalles sobre su abultada cuenta corriente, el indiano acabó invocando una necesidad apremiante en que lo atendiera, advirtiéndola del riego de hacerla cómplice de un futuro crimen si no se reunía con el frenópata a la mayor presteza. Conociendo la amplia cartera de homicidas manejada por su jefe, la secretaria no vaciló en agilizar lo más posible el encuentro, quedando fijado para apenas dos días más tarde.

El mejicano se apresuró en conseguir un billete de avión, preparar un exiguo equipaje y comunicar a sus padres que se ausentaría por unos días trasladándose a España, ante el regocijo del señor Benito, persuadido de que definitivamente había entrado por el aro al sentirse arrebatado por la ausencia de su damisela.

Antes de partir se aseguró de que, en esta ocasión, no llevaba en los bolsillos prenda femenina alguna que lo pusiera en evidencia ante el guarda de seguridad cuando transitase a la puerta de embarque, a la vez que ningún objeto metálico hiciese saltar la alarma, evitando que lo cachearan. No se veía con suficientes arrestos para que lo manoseara ningún representante de la ley y mucho menos, nunca mejor dicho, que le tocaran los huevos.

Desembarcando en Barajas no pudo dejar de experimentar el asombro entremezclado con orgullo por la grandeza que destilaba España a través de todos sus poros. Aquella inacabable terminal internacional que emborrachaba sus sentidos hacía crecer en él la convicción y la confianza de haber recalado en el destino oportuno. Siendo la llegada tan suntuosa, ¿cómo no iba a hallar al mejor profesional de la psiquiatría, que indefectiblemente atinaría con la más eficaz respuesta a sus inquietudes?

Cuando tras un periplo de casi una hora en taxi traspasó la verja de la Residencia de Reposo Nuestra Señora de la Cabeza, no albergó vacilación ninguna sobre su acierto: había llegado con tino al corazón mismo de la medicina conductual con mayúsculas. Pero si por algún motivo el eminente alienista no fuera capaz de sanarlo, aún sería la Virgencita bajo cuya advocación descansaba, quien lo ampararía con un toque de Gracia.

Tras aguardar en una confortable y fastuosa sala de espera cuyas paredes, exudando su irrebatible capacitación, relumbraban empapeladas con un millón de diplomas a nombre del doctor Buendía, llegó al fin el momento de encontrarse cara a cara con su salvador.

El doctor Buendía Azpirrieta era un hombre cuyo semblante mostraba la sobria estampa de un Séneca. Fino sin ser excesivamente delgado, de cabello canoso tirando a blanco y acicalado con una espesa perilla sobre el mentón, permanecía en recogimiento acomodado en un ostentoso sillón de cuero negro repujado.

Ataviado con una impoluta bata blanca, se sentaba tras una monumental mesa de castaño macizo que lo hacía minúsculo pese a su metro ochenta de estatura. Tras unos lentes sostenidos sobre el caballete escrutaba un informe preliminar del paciente redactado por su ayudante.

Continuará...

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