Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXXIV

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
photo_camera portada chihuahua -Miguel Mosquera Paans

En aquel momento Poncho tenía un lío bastante mayor que cuando llegó a la consulta: si no era maricón, ¿cómo se las ingeniaría para dejar lo mismo de travestirse que de disfrutar haciéndolo? Por otro lado, la realidad recién planteada por el psiquiatra con relación a los sacerdotes mesoamericanos abría una nueva perspectiva a su transformismo, convirtiéndolo en un acto casi ritual. ¿Y si al no ser más que un usurpador del apellido de la Casa Grande del Valle de Arriba, en consecuencia sus genes indígenas llevaban incrustados un ancestral código homicida que lo empujaba a revestirse con un pellejo ajeno? 

Pero lo único que verdaderamente quedó manifiesto fue que Bartolomé Buendía sentía en su interior una repugnancia profunda hacia el criollo. A lo largo de su dilatada carrera había tenido que lidiar con auténticos psicópatas, autores de los más abominables crímenes perpetrados bajo un estado de enajenación que los eximía de toda responsabilidad. 

Pese a tratarse de asesinos natos gozaban de la estima y comprensión del facultativo, quien veía en ellos a damnificados por su propia enfermedad. Pero el mejicano era un simple facineroso execrable, redomado y cabrón, que tenía bien claro cuanto había hecho y a lo que se dedicaba. No era más que un despreciable canalla carente del menor escrúpulo, empujado a delinquir por simple conveniencia egoísta y ociosa.

Beny era justo el tipo de paciente que Buendía odiaba hasta la médula ya que, por su código deontológico, se veía obligado a mantener el secreto profesional sin poder denunciarlo a la fiscalía, considerándolo acreedor de pasarse doscientos años en un presidio, aún con la duda razonable de que fuera tiempo escaso como para redimir su culpa.

El indiano era uno de esos estorbos que para él se convertía en una pesada losa sobre su conciencia, obligándolo a conciliar la dicotomía de protegerlo mientras en su fuero interno lo despreciaba hasta la náusea, por lo que no dudó en derivarlo a un ex alumno alejado de ser de alma tan pura que, con toda verosimilitud, no padecería insomnes disquisiciones a la hora de aligerarle la billetera.

—Verá usted, señor Pérez, de cualquier manera no creo que yo sea el más adecuado experto para llevar su caso —se disculpó Azpirrieta—. Precisamente en Ciudad Juárez pasa consulta un antiguo discípulo que se ha especializado en el tipo de padecimientos que usted aqueja. A la ventaja de poder proporcionarle una atención más continuada, dada la proximidad con su domicilio, sus conocimientos en esa rama de la conducta no sólo son excepcionales sino que es considerado una autoridad mundial, por lo que estimo que es el más indicado para prestarle el cuidado que usted precisa.

—Pero, doctor... —objetó balbuceante el doliente mientras el alienista lo despachaba—¡Es que los mejicanos somos todos tan machos!

Insensible a las súplicas y gracias a aquel sutil ardid, Buendía se lo sacudió de encima sugiriéndole que lo visitase cuando viajara a Madrid para constatar su evolución, aunque en el fondo lo único que se planteaba era propinarle una abultada factura como penitencia que destinaría a nobles causas humanitarias, todo ello por atenderlo cinco insidiosos minutos en los que le daría una palmadita en la espalda felicitándolo por el progreso de su estado emocional, así rebuznase o estuviera alelado por una sobredosis de diazepam.

El criollo salió notablemente confuso de la consulta. La secretaria tenía dispuesto sobre la mesa un panel con varios pilotos de colores que, en connivencia con el frenólogo, le indicaba si debía darle nueva cita y, según la tonalidad de la luz, el importe al que ascendían sus honorarios, pero en el impás desde que Beny salió del consultorio hasta llegar a la recepción, a través del interfono Bartolomé dio instrucciones precisas a la auxiliar para que se desembarazara de aquel desgraciado, le metiera un sablazo de escándalo, y de paso le entregara las señas del doctor Francisco Solís Vález en Ciudad Juárez para que se hiciera cargo de él.

El indiano se marchó con la convicción de estar medio curado después de la minuta que le propinó el galeno y, resuelto a continuar el tratamiento hasta su total recuperación, marchó al aeropuerto para tomar el primer vuelo que lo devolviera a casa, donde continuar la terapia con el doctor Solís.

Nada más llegar a la terminal internacional de Barajas se fue directo a una ventanilla de comercialización para contratar un billete de vuelta, preferiblemente sin transbordo.

—Me da una boleta para Ciudad Juárez si es tan amable, señorita —solicitó respetuoso el viajero—. A ser posible en primera clase.

La empleada de la taquilla le despachó el tique solicitado. La aeronave despegaría en apenas dos horas por lo que era preferible no moverse del aeródromo, asegurándose el embarque sin perder el avión.

El mejicano se dispuso a hacer lo más amena posible la espera, adquiriendo alguna revista en el kiosco y refrescándose con una cerveza en la cantina. Escogía la lectura cuando sus ojos cayeron en una edición internacional del diario La Región de Ourense, adquiriéndola para informarse de cómo marchaba todo en la localidad de su prometida. Después de pagar, con apenas un bolso de mano por equipaje, se encaminó al bar.

Cómodamente sentado disfrutaba de su refresco cuando, ojeando el periódico, quedó sobrecogido ante el titular de las páginas dedicadas a la comarca de Carballiño: “Dos jóvenes seriamente heridos con arma blanca en una discusión por una mujer”. 

Tras narrar escuetamente la noticia se podía apreciar un pie de página que rezaba: “la muchacha objeto de la discordia que terminó en reyerta sangrienta”, sobre el que se apreciaba el retrato de Carmela en considerable tamaño.

Al rememorar a aquella infausta mujer se vino abajo, reconociendo en ella la fuente de todos sus males.

Continuará...

 

Más en Novela por entregas