Novela por entregas

¡CHIHUAHUA! Entrega XXXV

portada chihuahua  -Miguel Mosquera Paans
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—¡A ésta sí que habría que desollarla en vivo! —pensó para sí Poncho escuchando a la megafonía convocar a los viajeros para Ciudad Juárez—. Por lo menos pagaría tantos quebraderos de cabeza que me ha causado. ¡Maldita chingada!

El pasajero hizo un trayecto verdaderamente incómodo. Aturdido por el dolor que, aunque más leve aún no lo había abandonado, se sentía acicateado por el recuerdo de Carmen emergiendo de lo más hondo de su alma, revelando un incipiente odio casi misógino hacia toda fémina en general.

Más que un bálsamo para el espíritu, como un eco sordo cargado de ponzoña rebotaban en su cerebro las palabras del doctor Buendía: “sólo se odia a quien es verdaderamente importante, aunque en realidad nadie es tan importante como para desperdiciar el tiempo odiando”. 

Durante aquellas largas horas sentado en la butaca del transporte, tuvo tiempo sobrado para meditar sobre el diagnóstico de Buendía Azpirrieta en relación a los asesinatos rituales junto con el travestismo simbólico, comenzando a gestar en su mente una nueva personalidad que lo rescataría del despreciable mestizaje al que lo había reducido su madre. 

En semejante tránsito competían a partes iguales, dentro de su deterioro emocional, la indeterminada identidad sexual que deambulaba de la más recia virilidad al más desconcertante afeminamiento, con la incertidumbre resbaladiza que le producían su impostura e ilegitimidad.

En tales circunstancias el recorrido hacia el desequilibrio psicológico era más bien breve, teniendo en cuenta lo desquiciado que se encontraba. Eso sin contar el detonante que supuso la inesperada noticia recogida por el rotativo.

En su refugio mental, el criollo hacía algoritmos cerebrales para sobreponerse a la miseria sociopersonal en la que se sentía recluido. Pero por más bastardo que pudiera ser, por sus venas corría la más pura sangre española de los Montero entremezclada con la de la más genuina raza india, dotándolo de un linaje más noble aún. 

Claro que no podía descender de ningún regio cacique de alcurnia precolombina desde el momento en que los conquistadores se habían encargado de esclavizarlos, ajusticiarlos a garrote vil o exterminarlos a espada y arcabuz, pero el innegable aura de serenidad mayestática que exhaló siempre su difunta mamá, por lógica aplastante debía proceder de uno de los más aristocráticos y rancios abolengos que, dadas las circunstancias, sólo podía originarse en la casta hierática del dios Sol. 

En consecuencia él debía ser el último descendiente de la más ilustre estirpe amerindia, el heredero directo del sumo sacerdote de todos los pueblos de México.

En su delirio, rayando con una compulsión que rozaba peligrosamente un síndrome de mitomanía, en el recogimiento exigido por el entorno, el mestizo se autoproclamó en silencio como nuevo hierofante de la religión antigua, y dado que sus nociones de historia prehispánica eran lo bastante pobres, rememorando la confesión religiosa de Chavo, se encomendó la tiara del culto a la Santa Muerte, sin tener por otro lado ni la más remota idea acerca de qué iba la cosa.

Cuando descendió la escalerilla del avión para pisar tierra de la gran nación tolteca, Beny había muerto renaciendo a la vida como el Gran Sacerdote Montero-Tzacahualt, Sumo Pontífice de la Santa Muerte para México y Legado Extraordinario de toda Centroamérica.

Llegó a su apartamento presa de una inusual excitación por el nuevo nombramiento y su recién estrenada identidad pero, sobre todo, por la supina ignorancia que sufría a la hora de llevar a la práctica su ministerio.

Otra vez sería el narcotraficante el único en poder ayudarle, instruyéndolo en los arcanos de aquel antiguo credo del que debía ponerse cuanto antes al corriente si pretendía ejecutar los más vistosos ceremoniales.

El neófito contaba con la ventaja de que la inocencia de su aspiración le permitía en esta ocasión comunicarse con su hermanastro por teléfono, por lo que, habiendo metamorfoseado su más íntima esencia, con el respeto que le merecía la nueva consideración de la que gozaba ahora Chavo, no dudó en llamarlo al móvil invitándolo a pasar una agradable velada en su compañía, al calor de un costosísimo Cabernet Sauvignon, durante la que lo pondría al corriente de los pormenores doctrinales.

—¿Bueno, aló? —contestó el narco moviéndose para poder oír a su interlocutor—. Habla más alto, güey, que en esta posición mi celular no tiene buena cobertura.

—Pero, ¿a dónde estás, pinche pendejo? —preguntó impaciente el indiano—. ¿Qué no ves que tengo que platicar contigo? Anda, deja lo que tengas entre manos y acércate a mi casa. Te espero esta noche para cenar.

El malhechor no tenía tan claro que pudiera dejar lo que tenía entre las manos precisamente en ese momento: sus dedos apretaban con fuerza el gaznate de una maquiladora que secuestró al salir de una fábrica de componentes electrónicos ubicada en el parque empresarial de la zona PRONAF. 

Hacía días que se había encaprichado de ella al vela con sus compañeras, contoneándose cuando marchaba a la factoría. Hasta en tres ocasiones la abordó sin que mostrara el menor interés en dejarse seducir por él, que indiferente a su voluntad había decidido satisfacer aquella mañana sus más bajos instintos, con o sin su beneplácito.

El delincuente la arrastró por la fuerza hasta su Hammer, sacudiéndole un fuerte golpe en la cabeza que la dejó inconsciente. Ya sin resistencia la había trasladado hasta el desierto de Samalayuca donde a punto estaba de estrangularla tras consumar la violación, no sin antes obligarla a cavar su propia tumba, cuando el impertinente de Poncho llamó posponiendo el trance de aquella pobre desgraciada que permanecía llorando en el suelo, pronta a ver el fin a su sufrimiento.

Continuará...

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